ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

martes, 29 de abril de 2014

FERIA DEL LIBRO 40




EL SABOR DE LAS PALABRAS
por Verónica Chiaravalli

"Si este siglo XX no será solo de siniestra memoria, ello se debe sin duda al placer y al impudor de las mujeres libres [...]. El sabor de las palabras, restituido a los seres robotizados que somos nosotros, es tal vez el más bello presente que puede ofrecer una escritura femenina a la lengua materna." Así reflexionaba Julia Kristeva en la introducción a su tríptico El genio femenino, cuyo primer volumen, dedicado a Hannah Arendt (seguiría luego con Melanie Klein y con Colette) apareció originalmente en 1999.
Una era llegaba a su fin y la ensayista francesa de origen búlgaro miraba el nuevo siglo con optimismo: sería el turno de las mujeres, que no sólo transformarían la vida en la esfera pública, sino que también introducirían grandes cambios en los papeles que tradicionalmente desempeñaban en la esfera privada, en particular, la maternidad. El siglo XX, feminismo mediante, había traído la liberación colectiva; el XXI sería la ocasión de las oportunidades personales. En consonancia con esa creencia acometió Kristeva su obra. La animaba la intención de que aquellas tres mujeres ejemplares sirvieran de inspiración para que todas las demás se animaran a superarse a sí mimas: "Reconocer la contribución principal de algunas mujeres extraordinarias que, por su vida y su obra, han marcado la historia de este siglo, es un llamado a la singularidad de cada una". Porque las mujeres de Kristeva son excepcionales, pero también de lo más corrientes; cometen errores y muestran sus límites. Y eso, afirma, exige que nos mantengamos en alerta: "Más allá de la invención, la obra o la acción, hay alguien, alguien ha vivido. ¿Somos nosotros alguien? ¿Eres tú alguien? ¡Intenta ser alguien!"
En esta nueva edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, cuatro mujeres singulares hablarán sobre su arte. Lo harán en el espacio de LA NACION. La argentina Alicia Dujovne Ortiz, la cubana Zoé Valdés, la chilena Diamela Eltit y la española Almudena Grandes difieren tanto en sus trayectorias personales como en sus mundos literarios y sus estilos narrativos. Pero todas ellas han elegido un mismo territorio para dar batalla, la literatura, y en él han dejado su marca. También, cada una a su modo honra con sus libros esa característica deliciosa que Kristeva atribuye a la escritura femenina: restituir el sabor de las palabras que ha sido olvidado.

AUSTER Y COETZEE


Paul Auster y John Maxwell Coetzee conocieron lo que pocos turistas: San Martín. Parece lejos, pero el trayecto es veloz. La 9 de Julio, autopista, General Paz y la avenida 25 de Mayo, ya en la provincia, veloz también y con aires de frontera: la arquitectura, heterogénea y bastante cascoteada, típica de un barrio del conurbano que alguna vez supo ser fabril, contrastando fuerte con la otra vereda, la de la Universidad de San Martín, nueva, brillante, con un diseño sofisticado. Acá, en la carpa auditorio, blanca, gigante, curva, cómoda, con capacidad para 500 personas sentadas, a las 18.45, el locutor anuncia a los rockstars: Coetzee y Auster. Van a recibir sendos doctorados Honoris Causa. Suben al escenario dos músicos de esos que honran a la tradición renovándola, Juan Falú, director de la carrera de música de la UNSAM, y Liliana Herrero. “Estamos honrados de tenerlos aquí, en este país tan hermoso. Y tan complejo”, dice ella, pide que la traduzcan, y canta una zamba con esa manera de cantar tan suya. Siguen con una de Atahualpa: “los hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbado”, canta Herrero, y uno siente que sí, que lo que creó Yupanqui y en este momento canta Herrero y toca Falú es literatura también.
Toma el micrófono el rector Carlos Ruta: “Paul Auster ha dicho que el significado nace de la música. Para nosotros, los argentinos, ha nacido de esta música”. Coetzee va impecable, con una camisa amarilla y una corbata en la gama de los marrones y Auster, de camisa azul, corbata negra. “Quienes pergeñamos esta visita lo hicimos como lectores, lo hicimos porque hemos leído sus obras que nos han hecho pensar, nos han cambiado”, dice Ruta.
Ahora sí: habla Paul Auster. Dice que escribir es una “extraña manera de pasarse la vida, encerrado en una habitación día tras día, año tras año, empeñado en darle vida a algo que no existe más que en su imaginación”. Se pregunta “qué sentido tiene el arte en lo que llamamos ‘mundo real’. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento”, “nunca evitó que una bomba caiga sobre civiles inocentes”, detalla y sigue: “Hay quien cree que puede hacernos mejores. Quizá sea cierto en algunos casos aislados”, reflexiona, “no olvidemos que Hitler comenzó siendo artista, que los asesinos leen literatura en la cárcel. En otras palabras, el arte es inútil. Pero qué tiene de malo la inutilidad”, se preguntó y se contestó: “Yo sostengo que el valor del arte consiste en su inutilidad. Es lo que nos define como seres humanos, hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo”. Volvió a la infancia, dijo que quienes pueden recordarla recuerdan “el ansia con que esperábamos que nos contaran una historia. Los cuentos de hadas suelen ser crueles y grotescos, cualquiera pensaría que eso espantaría a un crío pero lo que el chico experimenta es justamente una liberación de esos miedos. Nos hacemos mayores y no cambiamos, seguimos esperando que nos cuenten otra historia, y otra y otra más”. Cerró con una nota esperanzada: “Me siento optimista respecto del futuro de la novela. Hablar de cantidad de lectores no es importante, por que hay solo un lector. Un lector cada vez. La novela constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse con total intimidad. Me he pasado la vida hablando con extraños. Y espero hacerlo hasta mi último aliento”.
Coetzee al podio. Comenzó leyendo una de sus ficciones y rápidamente la abandonó para pasar a hablar de García Márquez, de lo que el colombiano sentía como arrebatos de éxtasis cuando escribía. En su caso, apenas “una o dos veces en mi vida he experimentado la elevación de la que habla Gabriel García Márquez. Yo ya no la poseo. Leo la obra de otros y siento que mi alma se me viene a los pies: nunca he sido muy bueno para evocar la realidad y ahora no siento el impulso de recrearla con palabras. Un creciente distanciamiento del mundo es por cierto la experiencia de muchos escritores cuando envejecen. Sin duda, está relacionado con la incapacidad de desear. Desde adentro, sin embargo, puede experimentarse como una liberación. El caso clásico es el Tolstoi, nadie más sensible al mundo real que el joven Tolstoi que escribió Guerra y Paz. Después, cayó en lo que los críticos denominaron un declive, que culminó en la aridez de su última época. Sin embargo Tolstoi lo habrá sentido de manera diversa. Habrá sentido que se liberaba de las cadenas de la apariencia para dedicarse a la única cuestión que le interesaba: cómo vivir.”

domingo, 20 de abril de 2014

Gabo el taxista

por Ariel Dorfman
Fue mi privilegio ser, a los veinticinco años de edad, uno de los primeros lectores de Cien años de soledad. En 1967 era yo crítico literario de la revista chilena Ercilla, y debido a que yo había reseñado con enorme entusiasmo La hojarasca, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, el jefe de la sección cultural no dudó de que a mí me tocaría lo que ya se murmuraba era una obra magna de García Márquez. Nada, sin embargo, que había escrito él o leído yo antes me preparó para lo que ocurrió cuando abrí aquella primera edición de Sudamericana (en cuya tapa todavía tengo estampadas las irónicas palabras “sin valor comercial”, esto para el libro que iba a tener más valor comercial –y no sólo comercial– que cualquier otro en nuestra historia continental).
Ya le había anunciado a mi mujer, Angélica, que no contara conmigo hasta que hubiese terminado la novela –actitud con la que, en forma modesta, trataba de imitar pálidamente al mismo Gabo que, según rumores persistentes, se había encerrado durante dieciocho meses para escribirla mientras su querida Mercedes empeñaba y vendía todos los haberes de la familia–. Mi lectura tardó menos, por cierto, que eso: comencé a leer en la noche y me empeciné hasta el amanecer. Tal como el último de la dinastía de los Buendía, no podía dejar de devorar el texto, con la esperanza de que el mundo que había comenzado con un niño tocando un pedazo mágico de hielo en el Paraíso no sucumbiría a esa otra constelación de hielo que es la muerte. Me desesperaba ese posible desenlace porque noté de qué manera la extinción iba rondando a cada generación de la familia, cada acto de alegría y exuberancia, y temía que no sólo aquella estirpe, sino que también toda América latina, terminarían devastadas por el torbellino de la historia.
Mi único problema al arribar a la última frase –donde lectura y acción, historia y ficción, sujeto y objeto, se fusionaban– era que me aguardaba la titánica tarea de escribir la primera crónica en el planeta –que Gabo me dispense si exagero– sobre aquella obra más que titánica. El destino me deparó (para usar una frase que nos enseñó el mismo García Márquez) una triste solución: descubrí que ese mismo día me habían censurado en la revista una entrevista a Nicolás Guillén y mi renuncia a trabajar en Ercilla me libró de la necesidad de escribir la reseña, pude convertirme en un lector ordinario de aquella obra maestra y no tuve que escribir mil palabras sobre aquellos cien años de soledad.
Cuando le conté esta anécdota a Gabo en Barcelona varios años más tarde –era marzo de 1974, seis meses después del golpe contra Salvador Allende–, se rió socarronamente y dijo que era una suerte para mí y para él que yo me hubiera convertido, a la fuerza, en un lector común y corriente, ya que era para ellos que él escribía y no para los críticos, que siempre buscaban en forma insensata una quinta pata a todo gato –“y, a veces, sabes”, me dijo ese gran fabulador, “los gatos no tienen más que cuatro patas”–. Al concluir aquel almuerzo inagotable, tuve otra muestra de cómo Gabo, amante de los mitos y los excesos, se enraizaba siempre en lo menudo y cotidiano. “Te voy a llevar –me dijo–, donde Mario –se refería a Vargas Llosa, que era, por ese entonces, su amigo del alma– porque es necesario que converses con él sobre la resistencia a Pinochet.” Cuando respondí que la casa del autor de La Ciudad y Los Perros quedaba lejos, Gabo me subió a su auto, asegurándome que “si no hubiera sido escritor, hubiera querido ser taxista. En vez de estar sentado detrás de un escritorio día y noche, estaría escuchando las historias de los pasajeros y navegando las calles”.
Diez días más tarde averigüé otra característica suya. Estábamos en Roma para el Tribunal Russell y Cortázar me llevó a que me juntara con Gabo y una serie de otros artistas solidarios con Chile en una trattoria de la Piazza Navona. Para un joven escritor de treintiún años aquello era un sueño: Matta, Glauber Rocha, Rafael Alberti y su mujer María Teresa que, al finalizar la noche, aseguró que ella iba a entrar en Madrid antes de que Franco muriera, montada desnuda, juró, en un caballo tan blanco como los pelos de su esposo. Mi fascinación se vio algo amenguada por la certeza de que mi pobre bolsillo exiliado estaba vacío y que no podría solventar mi parte de la considerable cuenta. ¿Cómo supo Gabo que eso me preocupaba? Antes de que llegara la factura, se me acercó, me guiñó el ojo y me confidenció que él ya había pagado todo.
Mostraría una parecida generosidad con causas más importantes y urgentes en los años que siguieron. En la constante conspiración contra Pinochet y tantas otras dictaduras latinoamericanas, nunca se negó a ofrecer apoyo, consejos, contactos, incluso cuando se me ocurrió, de una manera estrafalaria e imprudente, agenciarnos un barco mercante en que pudiéramos subir a todos los músicos, artistas y escritores chilenos exiliados y partir a Valparaíso para desafiar a los generales y probar que teníamos derecho a vivir en nuestra patria. García Márquez, que por lo general tenía los pies muy en la tierra, se entusiasmó con tamaña locura, digna de sus propias invenciones literarias, y me consiguió una entrevista con Olaf Palme. Angélica y yo partimos a Estocolmo, donde el primer ministro sueco me escuchó con flema escandinava, avisándome que se comunicaría conmigo si creía que mi plan podía prosperar, una llamada, por cierto, que –con toda razón– nunca llegó. “Esperemos, entonces –dijo Gabo–, que gane Mitterrand y ahí conseguimos la nave.” Pero en 1981, cuando eso sucedió, ya había entrado yo en mis cabales, desistiendo de tales afanes y Gabo y su familia ya no permanecían en Europa sino que se habían instalado en México.
Transcribo ahora estos recuerdos, ahora que aquel huracán que acabó con Macondo vino por él, ahora que ya no podemos conversar y reírnos y confabular, los transcribo porque siento que tal vez contengan algunas claves de cómo su existencia y su arte se alimentaron mutuamente, del hombre detrás de tantas palabras que no van a perecer.
Si me quedo con una historia personal suya, es ésta. Un día estábamos almorzando en su casa del Pedregal de San Angel en Ciudad de México y Gabo le dijo a otro comensal: “Sabes que Ariel me llamaba a las tres de la mañana para contarme algún proyecto contra Pinochet. Y sabes que me llamaba collect!”. Cuando el comensal partió, le dije a Gabo que era cierto que lo llamaba a las tres de la mañana, y a otras horas desalmadas, pero que él sabía muy bien que nunca lo llamé con cobro revertido, que Angélica y yo vivíamos de prestado en esa época, sin tener dónde caernos vivos ni muertos, pero que siempre costeábamos nosotros aquellas llamadas. Gabo me miró muy serio y enseguida sonrió. “Perdóname si me equivoqué, pero tienes que reconocer que es mucho más interesante y gracioso si me llamabas collect.”
Y claro que se lo perdoné, se lo vuelvo a perdonar. La raíz de su genio era tomar algo real, sumamente frecuente y habitual y casi periodístico, y exagerarlo hasta lo descomunal. Igual que Colombia, igual que nuestra América, igual que nuestra increíble humanidad que nadie como él, taxista de la eternidad, supo conquistar y expresar y volver inmortal.
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre Sueños y Traidores: Un strip-tease del exilio.

El irresistible influjo de don Gabriel

por Mempo Giardinelli
Bueno, era previsible y se esperaba este desenlace. Murió Don Gabo, faro literario de mi generación, pisciano y supersticioso, seguramente el más extraordinario narrador de la lengua castellana del siglo XX junto con Jorge Luis Borges, aunque en diferente registro.
En un año aciago para la poesía latinoamericana –en enero se nos fue Juan Gelman; en febrero el mexicano José Emilio Pacheco– ahora le tocó al más grande fabulador de Colombia y sus alrededores, o sea el mundo entero.
Su trayectoria es, también, la historia de mi vida y la de muchos, miles de autores que en nuestra América, más conscientemente o menos, fuimos paridos a la literatura bajo su irresistible influjo. García Márquez fue como esas mareas de los grandes ríos que, imperceptibles pero definitivas, van formando islas y deltas. Todos los que escribimos en este continente, y la verdad es que también en otros, somos deudores y tributarios de esa fuerza impactante que tiene cada uno de sus párrafos.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia, a fines de los ’60, y creo que un poco casualmente. Yo tenía apenas veinte años, estaba por cumplir la condena del servicio militar y en algún lugar leí que la editorial Sudamericana, de Buenos Aires, y enseguida la revista Primera Plana, definían a Cien años de soledad como la novela magistral, revolucionaria, que en efecto era.
Cuando en el Chaco y una noche de tremendo calor, leí el primer párrafo de esa novela, sentí un impacto único, jamás repetido. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea...” Ahí fue que supe, y para siempre, dos cosas definitivas: que yo era escritor y en eso no había remedio, y que me pasaría la vida queriendo y respetando a García Márquez pero tomando distancia de su imaginación y su prosa, como debe hacerse con los padres.
Cuando terminé la novela la releí de inmediato, y entonces supe lo que todo el mundo: que Don Gabo era de Aracataca pero ya vivía en México, como tantos colombianos, y que la historia de la familia Buendía era tan representativa de América latina como el Obelisco lo es de Buenos Aires o el Cristo Redentor de Río de Janeiro.
Por entonces yo redactaba mi primera novelita, que fue, hoy lo sé, a la vez gesto de amor y despedida de García Márquez y de todo el llamado “boom” de la literatura latinoamericana. Ahora me doy cuenta, también, de que fue entonces que tomé la decisión de plantar algún día ese guayabo que hoy tengo y miro cada mañana en mi casa de Resistencia y que se llama, precisamente, Don Gabo, y en el que todos los veranos vienen a comer sus frutos los pájaros más tenaces y cabrones del Chaco.
Después leí esa joya narrativa que es Relato de un náufrago, y yo también fui Luis Velasco en el medio del mar, y después de compartir su angustia empecé a buscar y a seguir la narrativa maravillosa de este escritor impar al que sin embargo –no lo sabía entonces– jamás estrecharía la mano ni tendría oportunidad de coincidir en persona, aunque muchas otras coincidencias, literarias e ideológicas, lo pondrían en mi camino y enhorabuena.
Mientras el mundo se asombraba porque cada nuevo libro de Don Gabo era una obra maestra, yo los leía como se debe leer a García Márquez: con pasión, con la boca seca, sintiendo como sus personajes y saltando en la silla ante sus imágenes y sus adjetivos abrumadores. El ganaba todos los premios, uno por uno, y yo sentía que en cada caso estaba a su lado: en Francia (1969), en Caracas el Rómulo Gallegos (1972) y diez años después el Nobel. Celebré en silencio y a distancia cada uno de sus merecimientos como se celebran las buenas acciones y las buenas palabras de un padre, y gocé cada noticia de él y su fundación y sus viajes mientras era traducido a todos los idiomas del mundo y sus libros prodigiosos alcanzaban los 30, los 40 o 50 millones de ejemplares.
Fui leyendo todo de él y lo que todo el mundo leía, y fui sucesivamente el entrañable dictador de El otoño del patriarca (mi novela preferida en tanto clase magistral de dominio de la prosa castellana), y fui Eréndira y el Coronel y la Mamá Grande, como fui a la par Florentino Ariza y Fermina Daza, y en cada caso sentí que la literatura era lo mejor que había en la vida porque era lo único que me hacía pasar de la emoción al brinco, de la puteada admirativa al llanto conmovido, de la necesidad de compartir frases al silencio profundo de la meditación solitaria.
Pero nunca nos vimos, y quizás estuvo bien que así fuese. Por eso apenas corresponde evocar ahora una minúscula anécdota: alguna vez escribí un artículo duro, acaso impertinente, acerca de la misoginia en El amor en los tiempos de cólera, que él leyó con indulgencia porque después y ante amigos comunes se refirió a mí con generosidad. En el ’82, durante la guerra de Malvinas, le mandé una notita personal agradeciéndole sus palabras certeras: “Se trata de una guerra justa en manos bastardas”.
No he sabido evitar algunas cuestiones personales en este obituario, pero no hubiera podido expresar de otro modo mi tristeza de lector en estas horas. Aun sabiendo que estaba enfermo y grave, y no tenía más horizonte que la muerte, la noticia de este último viaje de Don Gabo me conmueve ahora, como a millones de sus lectores, en esta tarde gris de otoño en Buenos Aires. Mañana vuelvo al Chaco y seguramente regaré con alguna lágrima el guayabo de mi casa.

jueves, 17 de abril de 2014

GABRIEL GARCÍA MARQUEZ EN SUS PALABRAS


A Gabriel García Márquez le faltaba un mes para cumplir los 23 años y vivía en Barranquilla, donde colaboraba en el diario El Heraldo, cuando su madre, Luisa Santiaga Márquez, le pidió que la acompañara a Aracataca para vender la casa de sus padres, el coronel Nicolás Márquez, Papelopara sus nietos, y Tranquilina Iguarán. Gabo, o Gabito, como le llamaban familia y amigos, no tenía ni un centavo. Le pidió a su admirado Ramón Vinyes, “el viejo maestro y librero catalán”, que le prestara 10 pesos. Solo tenía seis y se los dio. Cuando se los devolvió, el viejo maestro se emocionó.
“Luisa Santiaga tenía 45 años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta”, cuenta García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla (Mondadori, 2002).
La única manera de llegar a Aracataca desde Barranquilla “era una destartalada lancha a motor por un caño excavado a brazo de esclavo…”, luego, un tren fantasmal. “Hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo”.
La familia había llegado a Aracataca 17 años antes del nacimiento de Gabo, “cuando empezaban las trapisondas de la United Fruit Company para hacerse con el monopolio del banano”. El abuelo había huido de Barrancas perseguido por el remordimiento: había matado a un hombre en un lance de honor. “Fue el primer caso de la vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlos. Desde que tuve uso de razón me di cuenta de la magnitud del peso que aquel drama tenía en nuestra casa, pero los pormenores se mantenían en la bruma”.
El abuelo le regaló un diccionario de niño que leía como una novela
Allí, en la casa de Aracataca, nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927. “Debí llamarme Olegario, que era el santo del día, pero nadie tuvo a mano el santoral”. Así que le pusieron de urgencia el primer nombre de su padre (Gabriel Eligio). Durante mucho tiempo se creyó que había nacido el 6 de marzo de 1928 y se dijo que había elegido esa fecha porque en ese día ocurrió la terrible matanza de bananeros. “La única discrepancia entre los recuerdos de todos fue el número de muertos”. ¿Tres o 3.000? “Tantas versiones encontradas han sido la causa de mis recuerdos falsos”. “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo recuerda para contarla mañana”.
Gabo aclara en sus memorias que falsificó la fecha de su nacimiento para eludir el servicio militar.
En esa época, se debatía entre el deseo de sus padres de que estudiara una carrera académica, el periodismo que, en principio, le atraía de una manera empírica y, sobre todo, su voluntad de ser escritor. Empezó a dibujar tiras cómicas antes de aprender a leer, pero cuando el abuelo Márquez le regaló un diccionario le despertó tal curiosidad que lo leía como una novela. Estudio bachillerato completo y dos años y unos meses de derecho. “Desde mis comienzos en el colegio gané fama de poeta, primero por la facilidad con que aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas clásicos y románticos españoles”. Siempre colaboró en las revistas estudiantiles de los diferentes colegios por los que pasó.
En el Liceo de Zipaquirá, le aconsejaron que se cortara sus bucles de poeta, impropios de un hombre serio, que se modelara el bigote de cepillo y que dejara de usar camisas de pájaros y flores. Lo hizo años después. Devoraba libros, los primeros, como El Conde Montecristo oLa isla del tesoro los sacaba de la biblioteca escolar. Luego los que les prestaron sus amigos: Borges, Graham Greene, Aldous Huxley, Chesterton, William Irish, Katherine Mansfield, Faulkner... Se le atragantaron Ulises y El Quijote, los leyó muy joven, y luego los recuperó. La metamorfosis, de Kafka, le reveló un camino nuevo.
“La verdad, sin adornos, era que me faltaban la voluntad, la vocación, el orden, la plata y la ortografía para embarcarme en una carrera académica”. La ortografía fue su calvario: “Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra m se llamara eme, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera emea sino ma. Me era imposible leer así”. Recuerda en sus memorias el bochorno que sintió cuando en el Liceo de Zipaquirá escribió exhuberante o cuando su madre le devolvía las cartas con la ortografía corregida, incluso cuando ya era reconocido como escritor. Dice que sus benévolos correctores creían que se trataba de erratas.
Esta lucha le duró toda la vida. Muchos años después, en el I Congreso de la Lengua Española, en Zacatecas (México) pasmó a los asistentes con su combativa propuesta: “Jubilemos la ortografía: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota y pongamos más uso de razón en los acentos escritos”.
Empezó a fumar a los 15 años y llegó a las cuatro cajetillas diarias hasta que con el paso del tiempo, un médico en Barcelona le examinó los pulmones y le dijo que en dos o tres años no podría respirar. Lo dejó sin ansiedad, al momento.
Gabo se confiesa en Vivir para contarla, tímido, con miedo a la noche y la oscuridad, porque es cuando “se materializan todas las fantasías”. Tenía pavor al teléfono y al avión. Tanto así, que cuando tuvo que volar a Medellín para hacer un reportaje, le acompañó su amigo Álvaro Mutis.
En Zipaquirá le aconsejaron que se cortara sus bucles de poeta
Tomás Eloy Martínez escribió en este diario que García Márquez debía haber titulado sus memorias Vivir para gozarla. Pasó muchas penurias, se alojó en pensiones de tres al cuarto, tuvo que empeñar la máquina de escribir que le habían regalado sus padres, pero todo en él transpiraba energía, alegría caribeña, entusiasmo, humor y pasión. Descubrió el sexo con apenas 13 años, fue como una explosión. Su padre, que tenía una botica homeopática, le envió a cobrar una factura en un burdel y una prostituta le hizo hombre sin cobrarle. Sus amores con Martina Fonseca, que le enseñó a apañárselas con la escuela y con la vida, o María Alejandrina o Nigromanta.
Conoció al amor de su vida, Mercedes Barcha, en un baile en Sucre organizado por Cayetano Gentile, vestida de organza. Casi en seguida le propuso casarse, pero ella le respondió: “Dice mi padre que aún no ha nacido el príncipe que se casará conmigo”, pero ese príncipe fue Gabo.
Gentil es el Santiago Nasar de Crónica de una muerte anunciada. Cuando escribió la novela, su madre, Luisa Santiaga Márquez, le pidió que si tenía que escribir sobre él lo hiciera como si fuera su propio hijo. Le hizo caso.
La música fue otra de sus pasiones, como el cine. “Mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel”. En otra ocasión, cogió las maracas de un conjunto tropical y pasó más de una hora tocándolas y cantando boleros. Mutis le enseñó a escuchar música sin prejuicios y él aprendió a escribir con un fondo musical.
El viaje con su madre a Aracataca fue decisivo. “El modelo de epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo”. Saqueó los recuerdos de su familia. La huida de los abuelos de Barrancas. La historia de sus padres, Luisa Santiaga Márquez y Gabriel Eligio. “Esos amores contrariados fue otros de los asombros de mi juventud. De tanto oírla contada por mis padres, juntos y separados, la tenía casi completa cuando escribí La hojarasca”. La matanza de los bananeros en Aracataca. El asesinato en Bogotá de Jorge Eliécer Gaitán, candidato a la presidencia, el 9 de abril de 1948, que el escritor vivió en directo. El saldo asolador del conservadurismo en el poder. Los liberales acosados. Todo esto está en las novelas de Gabriel García Márquez.
En un artículo, La casa de los Buendía. Apuntes para una novela,escrito para una revista colombiana, explicó cómo decidió escribir Cien años de soledad: “Como lo que me contaba mi abuela”.

Mempo Giardinelli

"En la Argentina ha habido perversión en el uso de la palabra"


Bajo la consigna "Buena, bonita y barata: por qué insistir con la lectura en voz alta", el escritor Mempo Giardinelli ofreció una conferencia magistral en el marco del Encuentro Federal de la Palabra que hasta el próximo domingo se realiza en Tecnópolis. "No hay camino hacia el conocimiento que no sea través de la lectura, no hay atajos", fueron algunas de las palabras que eligió el escritor para abordar el tema. "El buen uso de la palabra es una necesidad cada vez mayor en nuestro país. No porque la Argentina se haya despalabrado, sino que ha habido una gran perversión en el uso de la palabra." 
Giardinelli consideró que el eufemismo ha sido uno de los problemas graves de la Argentina, "porque es generador de violencia, implica factores complejos, ya que la mentira se funda en primer lugar sobre la palabra". Por eso, para el autor de La revolución en bicicleta "la lectura es el camino al conocimiento. La pregunta que uno se hace es cómo se accede a la palabra, a un mejor vocabulario, para que los más chicos puedan encontrar, a través de la lectura en voz alta, formas de mejorar su capacidad de imaginación en un sentido de acceso a un pensamiento crítico". 
También apuntó que la Argentina "es un país de mala palabra, en el sentido de que se usa mal; el vocabulario es pobre, hay muchas falencias. Un problema notable es la gran incorporación de anglicismos que se imponen. No lo digo desde un supuesto nacionalismo pedante, simplemente digo que si alguien me atropella no quiero que me diga 'sorry', quiero que diga 'disculpe'." Y continuó: "El centro de la cuestión es qué se aprende y cómo se enseña. Por eso el valor de la lectura es constitutivo, es lo que forma ciudadanía y desde esta perspectiva me parece fundamental la función de los padres. Cuando está el bebé en la panza, ahí hay que empezar, porque esto llega, hay una especie de contención del mundo que empieza ahí." 
Según Giardinelli, "algunos dicen que hay problemas más urgentes que resolver, y es verdad, pero esto también tiene urgencia. Tiene que ver con la capacitación de los docentes, de los bibliotecarios, de los lectores; hay que cambiar programas de estudio, hay mucho por hacer". "Pensemos que la dictadura hizo que la lectura fuera subversiva; la democracia, en los primeros años, tuvo tantos problemas que no se atendió bien el tema de la lectura; después vino Menem que fue una bomba de neutrones para la educación, y después vino la crisis de 2001. Evidentemente a partir de 2003 se puede ver un cambio muy importante en materia educativa. Pero aún falta mucho", sostuvo. 
Y finalmente apuntó: "La palabra siempre incluye, integra, es la base de la comunicación. No hay verdadera comunicación si no es a través de la palabra; puede haber comunicación con la mirada o los símbolos, pero, finalmente, lo que va a consolidar esa comunicación es la palabra." En ese sentido, sobre el gran encuentro de Tecnópolis, expresó: "Me parece que esta confluencia es un circunstancia feliz, es gratuito y necesariamente inclusivo. Eso es algo importante, ojalá se produzca todos los años". « 
Télam

miércoles, 2 de abril de 2014

BENJAMÍN SOBRE KAFKA

Walter Benjamin. Durante gran parte de su vida, el crítico alemán se dedicó a pensar con pasión la original obra del autor de El castillo. Una nueva compilación reúne todos los artículos que escribió sobre él y una serie de apuntes, inéditos hasta ahora en español, que aquí anticipamos
Representar la historia como un proceso en que el hombre, al mismo tiempo como procurador de la naturaleza muda, presenta una demanda sobre la creación y la no llegada del Mesías augurado. Pero el tribunal de justicia decide escuchar algunos testigos para lo futuro. Aparece el poeta que lo siente, el escultor que lo ve, el músico que lo oye y el filósofo que lo sabe. Por eso, sus testimonios no coinciden, aunque todos testimonian su llegada. El tribunal de justicia no se atreve a reconocer su irresolución. Por eso las nuevas demandas nunca tocan a su fin, como tampoco los nuevos testigos. Hay tortura y martirio. Los estrados del jurado están ocupados por los vivos, quienes oyen tanto al acusador-hombre como a los testigos con el mismo recelo. Los puestos del jurado se van heredando a los hijos. Al final se despierta un miedo en ellos, que acaso puedan ser expulsados de sus estrados. Por último todos los jurados huyen, sólo quedan el demandante y los testigos.
APUNTES HASTA 1931
La fábula de Bucéfalo, el caballo de batalla de Alejandro que se ha convertido en abogado, no es una alegoría. Al parecer, en Kafka ya no hay ningún otro espacio que el tribunal para las grandes figuras, mejor dicho: poderes de la historia. El sistema de justicia parece haber impuesto obligación a todos ellos. Así como los hombres, según las creencias populares, se transforman después de la muerte -en espíritus o fantasmas-, del mismo modo en Kafka los hombres parecen transformarse, después de haberse vuelto culpables, en miembros del sistema judicial.
Para el tema de la metamorfosis, es importante que en Kafka tenga lugar desde los dos lados: el mono se vuelve hombre; Gregor Samsa se vuelve animal.
Informe para una academia: aquí ser hombre aparece como salida. No es posible seguramente ponerlo en cuestionamiento de un modo más radical. "En la totalidad de su contenido simbólico los cuentos maravillosos y los mitos son comparables", dice con razón [Helmut] Kaiser de los textos de Kafka.
Si en Julien Green el auténtico vicio, que domina a todos los personajes, es la impaciencia, en Kafka es la pereza. Las personas se mueven como en un aire húmedo lleno de vapores sofocantes. Nada les está más lejos que la presencia de ánimo. En especial en las figuras femeninas está claro que existe un vínculo entre su disposición a las relaciones sexuales y su pereza.
Una verdadera llave para la interpretación de Kafka es la que sostiene Chaplin en la mano. Tal como Chaplin ofrece situaciones en que se enlazan de un modo único el ser expulsado y el ser desprovisto, eterno dolor humano, combinado con las circunstancias particulares de la existencia de hoy, el dinero, la gran ciudad, la policía, etc., también en Kafka cada suceso tiene el carácter de Jano, totalmente inmemorial, sin rostro, y al mismo tiempo de última actualidad, de una actualidad periodística. A hablar de interrelaciones teológicas tendría derecho, en todo caso, aquel que investigara este carácter doble; es seguro que no aquel que adhiriera únicamente al primero de estos dos elementos; por lo demás, esta doble nivelación se impone de esta misma forma en su postura literaria, que en el estilo de los calendarios populares, con una sencillez casi rayana a lo carente de arte, persigue figuras épicas como sólo pudo encontrarlas el expresionismo.
Kafka desaloja enormes áreas que estaban ocupadas por la humanidad, efectúa, por así decir, una retirada estratégica; hace retroceder a la humanidad hasta la línea del pantano.
Lo que le importa es eliminar por completo el presente. Sólo conoce el pasado y el futuro, el pasado como existencia de pantano de la humanidad, en total promiscuidad con todos los seres, como culpa, el futuro como castigo, expiación, es más: desde la culpa el futuro se presenta como castigo, desde la redención el pasado se presenta como la doctrina, la sabiduría.
El profeta ve el futuro bajo el aspecto del castigo. Kafka reformula la historia:
El saber provoca al castigo y la culpa a la redención.
Una grieta atraviesa los nombres de sus personajes: en parte pertenecen al mundo cargado de culpas y en parte al redimido. Esta tensión es acaso también la razón de la determinación excesiva en las indicaciones de Kafka.
APUNTES HASTA JUNIO DE 1934
Si uno quisiera resumir en unas pocas páginas lo que Kafka, en el correr de sus narraciones, cada tanto va esparciendo sin que se note y como algo evidente, resultaría entonces la tremenda y desconcertante perspectiva de un mundo,
{en que los hombres caminan encorvados de susto (El portón)}
Los mendigos reciben como limosna el poso de café para beber (El jinete del cubo)
{Los solicitantes alzan sobre la palma extendida su papel, mientras se van incorporando de la silla, hacia las autoridades (El proceso)}
{los hombres los brazos cruzados sobre el pecho} o los dedos extendidos entre el pelo
{en el que la máxima expresión del amor es cuando un funcionario salta por sobre las guías del carro}
La obra de Kafka fue una inversión temporal. Volvió a sentir la gran pretensión que el oyente exige al narrador: tener un consejo. Pero él no conocía ese consejo. A lo sumo sabía cómo luce un consejo hoy. Y que para otorgarlo hay que apartarse del arte, del desarrollo, de la psicología.
Kafka y Brod - Un Laurel que buscaba a su Hardy, un Pat que busca a su Patachon. Que le haya dado este divertimento al buen Dios hizo a Kafka libre para su obra, de la que entonces Dios ya no tuvo que preocuparse. Pero es probable que en esta amistad Kafka haya dado libertad de movimiento precisamente a su demonio. Acaso su posición respecto de Brod y sus profundos filosofemas judíos haya sido como la de Sancho Panza con Don Quijote y su honda quimera de caballería. Kafka tenía ideas diabólicas bastante notables alojadas en su propio cuerpo y podía estar contento de verlas retozar en forma de indecencias, faux pas y situaciones no agradables. Es probable que se haya sentido al menos tan responsable de Brod como de sí mismo -incluso más.
Si todo lo cómico se ha obtenido del horror, esto es, del mito, y si la comedia griega habrá encontrado su primer objeto de risa en el horror. - Que todo lo horroroso pueda tener un lado cómico, no necesariamente también todo lo cómico uno horrendo. Descubrir ese primer lado quita valor al horror, no así descubrir el segundo a lo cómico; su primado. Máxima disponibilidad: poder captar los dos lados.
No vivir en la historia como en la casa.
En la medida en que el lenguaje de las novelas de Kafka se asemeja al lenguaje del cuento popular casi hasta la indistinción, la brecha que separa la novela del cuento sólo aparece aún más infranqueable. El "individuo, que en sí mismo está desconcertado y no es capaz de dar consejo alguno" tiene en Kafka, así como nunca antes, la falta de color, la banalidad y la transparencia vidriosa del hombre promedio. Hasta Kafka uno podría haber creído que el desconcierto del héroe de la novela sería un engendro de su especial constitución interior, de su sutilidad o de su índole compleja. Recién es Kafka el que convierte en el punto central de la novela precisamente al hombre al que se dirige la sabiduría de los pueblos, el hombre de constitución sencilla, bienintencionado, el hombre a quien el refrán provee de consejo y a quien el confortamiento de la gente mayor provee de consuelo. Ahora bien, si este hombre bien constituido es quien va cayendo de un apuro en otro, no puede ser entonces su naturaleza la culpable. Debe obedecer al mundo al que ha sido enviado el hecho de que, allí, él obre de un modo tan torpemente desviado.
Dossier de insistencias ajenas y reflexiones propias
Para una revisión de "Kafka"
En una nota de su diario personal Hebbel se imagina a un hombre que tiene la habilidad de encontrarse, sin prever nada y una y otra vez como testigo, en el escenario de alguna catástrofe. Pero no se percata de ella inmediatamente sino que se topa sólo con sus consecuencias: comensales perturbados, camas sin hacer, una corriente de aire en las escaleras, etc. Y siempre se escandaliza con estos contratiempos sin vislumbrar en lo más mínimo sus causas. Kafka se asemejaría a un hombre para quien estos contratiempos mismos serían la catástrofe. Un abatimiento que podría medirse con el del predicador Salomón se verifica en él sobre la base de la minuciosidad.
Proust y Kafka
Hay algo que Kafka tiene en común con Proust y, quién sabe si este algo se encuentra también en algún otro lugar. Se trata de su uso del "yo". Cuando Proust en su recherche du temps perdu, Kafka en sus diarios, dicen "yo", en ambos es por igual un yo transparente, un yo cristalino. Sus recámaras no tienen color local; todo lector hoy puede habitarlas y mañana abandonarlas. Observarlas y conocerlas por dentro sin tener que depender de ellas en lo más mínimo. En estos autores el sujeto adquiere la coloración protectora del planeta, que en las catástrofes venideras se pondrá gris.
[Reverso de la hoja]
Es posible explicar formalmente: el procedimiento de la Odisea es el prototipo del tratamiento de los mitos en Kafka. En la figura de Odiseo, el muy experimentado y astuto, el jamás carente de consejo, anuncia la creatura ingenua, sin culpa y sin pecado, nuevamente su derecho a la realidad ante el mito. Un derecho que está garantizado en el cuento maravilloso y que es más originario que el "ordenamiento jurídico" mítico, aunque acaso también sus testimonios literarios puedan ser más recientes.
Lo que hace incomparable el rol de los griegos en Occidente es la discusión del mito que ellos asumieron. Pero esta discusión se efectuó doblemente. Mientras que para los héroes de los trágicos al final de su pasión se abría la redención, precisamente el mártir divino de la épica -Odiseo- más que en el padecimiento es un modelo en el hacer fracasar lo trágico. Y precisamente en este último rol fue un maestro de Kafka, tal como lo muestra el cuento de las sirenas.ß
Apuntes hasta 1928
Idea de un misterio
Representar la historia como un proceso en que el hombre, al mismo tiempo como procurador de la naturaleza muda, presenta una demanda sobre la creación y la no llegada del Mesías augurado. Pero el tribunal de justicia decide escuchar algunos testigos para lo futuro. Aparece el poeta que lo siente, el escultor que lo ve, el músico que lo oye y el filósofo que lo sabe. Por eso, sus testimonios no coinciden, aunque todos testimonian su llegada. El tribunal de justicia no se atreve a reconocer su irresolución. Por eso las nuevas demandas nunca tocan a su fin, como tampoco los nuevos testigos. Hay tortura y martirio. Los estrados del jurado están ocupados por los vivos, quienes oyen tanto al acusador-hombre como a los testigos con el mismo recelo. Los puestos del jurado se van heredando a los hijos. Al final se despierta un miedo en ellos, que acaso puedan ser expulsados de sus estrados. Por último todos los jurados huyen, sólo quedan el demandante y los testigos.
Apuntes hasta 1931
La fábula de Bucéfalo, el caballo de batalla de Alejandro que se ha convertido en abogado, no es una alegoría. Al parecer, en Kafka ya no hay ningún otro espacio que el tribunal para las grandes figuras, mejor dicho: poderes de la historia. El sistema de justicia parece haber impuesto obligación a todos ellos. Así como los hombres, según las creencias populares, se transforman después de la muerte -en espíritus o fantasmas-, del mismo modo en Kafka los hombres parecen transformarse, después de haberse vuelto culpables, en miembros del sistema judicial.
Para el tema de la metamorfosis, es importante que en Kafka tenga lugar desde los dos lados: el mono se vuelve hombre; Gregor Samsa se vuelve animal.
Informe para una academia: aquí ser hombre aparece como salida. No es posible seguramente ponerlo en cuestionamiento de un modo más radical. "En la totalidad de su contenido simbólico los cuentos maravillosos y los mitos son comparables", dice con razón [Helmut] Kaiser de los textos de Kafka.
Si en Julien Green el auténtico vicio, que domina a todos los personajes, es la impaciencia, en Kafka es la pereza. Las personas se mueven como en un aire húmedo lleno de vapores sofocantes. Nada les está más lejos que la presencia de ánimo. En especial en las figuras femeninas está claro que existe un vínculo entre su disposición a las relaciones sexuales y su pereza.
Una verdadera llave para la interpretación de Kafka es la que sostiene Chaplin en la mano. Tal como Chaplin ofrece situaciones en que se enlazan de un modo único el ser expulsado y el ser desprovisto, eterno dolor humano, combinado con las circunstancias particulares de la existencia de hoy, el dinero, la gran ciudad, la policía, etc., también en Kafka cada suceso tiene el carácter de Jano, totalmente inmemorial, sin rostro, y al mismo tiempo de última actualidad, de una actualidad periodística. A hablar de interrelaciones teológicas tendría derecho, en todo caso, aquel que investigara este carácter doble; es seguro que no aquel que adhiriera únicamente al primero de estos dos elementos; por lo demás, esta doble nivelación se impone de esta misma forma en su postura literaria, que en el estilo de los calendarios populares, con una sencillez casi rayana a lo carente de arte, persigue figuras épicas como sólo pudo encontrarlas el expresionismo.
Kafka desaloja enormes áreas que estaban ocupadas por la humanidad, efectúa, por así decir, una retirada estratégica; hace retroceder a la humanidad hasta la línea del pantano.
Lo que le importa es eliminar por completo el presente. Sólo conoce el pasado y el futuro, el pasado como existencia de pantano de la humanidad, en total promiscuidad con todos los seres, como culpa, el futuro como castigo, expiación, es más: desde la culpa el futuro se presenta como castigo, desde la redención el pasado se presenta como la doctrina, la sabiduría.
El profeta ve el futuro bajo el aspecto del castigo. Kafka reformula la historia:
El saber provoca al castigo y la culpa a la redención.
Una grieta atraviesa los nombres de sus personajes: en parte pertenecen al mundo cargado de culpas y en parte al redimido. Esta tensión es acaso también la razón de la determinación excesiva en las indicaciones de Kafka.
Apuntes hasta junio de 1934
Si uno quisiera resumir en unas pocas páginas lo que Kafka, en el correr de sus narraciones, cada tanto va esparciendo sin que se note y como algo evidente, resultaría entonces la tremenda y desconcertante perspectiva de un mundo,
{en que los hombres caminan encorvados de susto (El portón)}
Los mendigos reciben como limosna el poso de café para beber (El jinete del cubo)
{Los solicitantes alzan sobre la palma extendida su papel, mientras se van incorporando de la silla, hacia las autoridades (El proceso)}
{los hombres los brazos cruzados sobre el pecho} o los dedos extendidos entre el pelo
{en el que la máxima expresión del amor es cuando un funcionario salta por sobre las guías del carro}
La obra de Kafka fue una inversión temporal. Volvió a sentir la gran pretensión que el oyente exige al narrador: tener un consejo. Pero él no conocía ese consejo. A lo sumo sabía cómo luce un consejo hoy. Y que para otorgarlo hay que apartarse del arte, del desarrollo, de la psicología.
Kafka y Brod - Un Laurel que buscaba a su Hardy, un Pat que busca a su Patachon. Que le haya dado este divertimento al buen Dios hizo a Kafka libre para su obra, de la que entonces Dios ya no tuvo que preocuparse. Pero es probable que en esta amistad Kafka haya dado libertad de movimiento precisamente a su demonio. Acaso su posición respecto de Brod y sus profundos filosofemas judíos haya sido como la de Sancho Panza con Don Quijote y su honda quimera de caballería. Kafka tenía ideas diabólicas bastante notables alojadas en su propio cuerpo y podía estar contento de verlas retozar en forma de indecencias, faux pas y situaciones no agradables. Es probable que se haya sentido al menos tan responsable de Brod como de sí mismo -incluso más.
Si todo lo cómico se ha obtenido del horror, esto es, del mito, y si la comedia griega habrá encontrado su primer objeto de risa en el horror. - Que todo lo horroroso pueda tener un lado cómico, no necesariamente también todo lo cómico uno horrendo. Descubrir ese primer lado quita valor al horror, no así descubrir el segundo a lo cómico; su primado. Máxima disponibilidad: poder captar los dos lados.
No vivir en la historia como en la casa.
En la medida en que el lenguaje de las novelas de Kafka se asemeja al lenguaje del cuento popular casi hasta la indistinción, la brecha que separa la novela del cuento sólo aparece aún más infranqueable. El "individuo, que en sí mismo está desconcertado y no es capaz de dar consejo alguno" tiene en Kafka, así como nunca antes, la falta de color, la banalidad y la transparencia vidriosa del hombre promedio. Hasta Kafka uno podría haber creído que el desconcierto del héroe de la novela sería un engendro de su especial constitución interior, de su sutilidad o de su índole compleja. Recién es Kafka el que convierte en el punto central de la novela precisamente al hombre al que se dirige la sabiduría de los pueblos, el hombre de constitución sencilla, bienintencionado, el hombre a quien el refrán provee de consejo y a quien el confortamiento de la gente mayor provee de consuelo. Ahora bien, si este hombre bien constituido es quien va cayendo de un apuro en otro, no puede ser entonces su naturaleza la culpable. Debe obedecer al mundo al que ha sido enviado el hecho de que, allí, él obre de un modo tan torpemente desviado.
Dossier de insistencias ajenas y reflexiones propias
Para una revisión de "Kafka"
En una nota de su diario personal Hebbel se imagina a un hombre que tiene la habilidad de encontrarse, sin prever nada y una y otra vez como testigo, en el escenario de alguna catástrofe. Pero no se percata de ella inmediatamente sino que se topa sólo con sus consecuencias: comensales perturbados, camas sin hacer, una corriente de aire en las escaleras, etc. Y siempre se escandaliza con estos contratiempos sin vislumbrar en lo más mínimo sus causas. Kafka se asemejaría a un hombre para quien estos contratiempos mismos serían la catástrofe. Un abatimiento que podría medirse con el del predicador Salomón se verifica en él sobre la base de la minuciosidad.
Proust y Kafka
Hay algo que Kafka tiene en común con Proust y, quién sabe si este algo se encuentra también en algún otro lugar. Se trata de su uso del "yo". Cuando Proust en su recherche du temps perdu, Kafka en sus diarios, dicen "yo", en ambos es por igual un yo transparente, un yo cristalino. Sus recámaras no tienen color local; todo lector hoy puede habitarlas y mañana abandonarlas. Observarlas y conocerlas por dentro sin tener que depender de ellas en lo más mínimo. En estos autores el sujeto adquiere la coloración protectora del planeta, que en las catástrofes venideras se pondrá gris.
[Reverso de la hoja]
Es posible explicar formalmente: el procedimiento de la Odisea es el prototipo del tratamiento de los mitos en Kafka. En la figura de Odiseo, el muy experimentado y astuto, el jamás carente de consejo, anuncia la creatura ingenua, sin culpa y sin pecado, nuevamente su derecho a la realidad ante el mito. Un derecho que está garantizado en el cuento maravilloso y que es más originario que el "ordenamiento jurídico" mítico, aunque acaso también sus testimonios literarios puedan ser más recientes.
Lo que hace incomparable el rol de los griegos en Occidente es la discusión del mito que ellos asumieron. Pero esta discusión se efectuó doblemente. Mientras que para los héroes de los trágicos al final de su pasión se abría la redención, precisamente el mártir divino de la épica -Odiseo- más que en el padecimiento es un modelo en el hacer fracasar lo trágico. Y precisamente en este último rol fue un maestro de Kafka, tal como lo muestra el cuento de las sirenas.ß
Traducción: Mariana Dimópulos.
Walter Benjamin, Sobre Kafka (Eterna Cadencia).
Texto Walter Benjamin