Daniel Moyano murió el 11 de junio de 1992, en España,
donde permaneció exiliado desde que escapara de la dictadura militar en
el mes de mayo de 1976. Mientras algunas antologías revalorizan su obra,
también se dio a conocer su novela Dónde estás con tus ojos celestes,
nunca publicada antes. En esta entrevista inédita (extractos, en rigor,
de una extensa conversación entre agosto de 1987 y noviembre de 1988),
Moyano repasa su infancia, su relación con la literatura, la música, su
detención y el exilio.
Por Andrew Graham-Yooll
Con Daniel Moyano alguna vez tratamos de calcular cuántos kilómetros
había entre su casa en La Rioja y el “piso” en la Ronda de Segovia, de
Madrid. El cálculo estaba dirigido a saber dónde nos había llevado la
vida, pero se hallaba condenado al fracaso porque la cifra no nos
interesaba. Había armado la casa del exilio madrileño con su mujer, Irma
Capellino, y con los dos hijos del matrimonio. De los encuentros
familiares, en Madrid y, también en Londres, queda el recuerdo de su
humor y de la calidez en su cara algo cansada. (“Dale, inglés, decilo,
cara de indio. Es así. Mi padre era medio indio”, reía Moyano.) Lo
extraño mucho, ahora como en aquel primero de julio hace trece años en
que su hijo avisó que Daniel había muerto. Me habla todavía, en dos
cintas, dos extendidas charlas (53 hojas en la desgrabación) que
sostuvimos en agosto de 1987 y en noviembre de 1988. Sus palabras
reflejan erudición, su amplia lectura, su obra y su angustia.
Daniel Moyano fue el menos conocido de los grandes escritores
argentinos y latinoamericanos de los ‘60 y ‘70. Felizmente, este año se
ha comenzado a reeditar su obra. Tenía obra publicada cuando ocurrió su
gran lanzamiento como escritor a raíz del premio Primera Plana, en 1967.
Un jurado de lujo (Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Gabriel García
Márquez) proclamó ganadora su novela El oscuro. Su carrera había
comenzado como plomero y albañil, si bien siempre fue escritor, y
músico, desde que no pudo ir a la escuela en Córdoba. Sus oficios le
sirvieron en el exilio luego de su detención en marzo de 1976. Aparte de
cargar con la máquina de escribir, lo que más cerca llevaba era la
bolsa con las herramientas de plomero.
Lo que sigue, un extracto de esas dos charlas grabadas, son palabras
de Daniel Moyano, hablando como amigo, escritor, argentino y exiliado.
“Hablabas de Antonio di Benedetto. El decía que el exilio no tiene
regreso. Era un caballero. Todos conocimos un Di Benedetto en Mendoza y
en Buenos Aires, y otra persona en España, cuando salió de la cárcel.
Sufría delirios de persecución, estaba envejecido y con problemas de
memoria. Los militares lo acusaron de viajar a Cuba en busca de
instrucciones para la guerrilla. Le preguntaban qué hacía en Cuba, si
usaba el télex del diario Los Andes, donde fue subdirector, para
comunicarse con la guerrilla. En los interrogatorios lo golpearon todo
el tiempo, me dijo. Antonio se exilió en España. Sara Gallardo trató de
ayudarlo, igual que muchos. Regresó a Buenos Aires, trabajó unos meses, y
se quedó sin trabajo. Cuando murió, los diarios porteños le hicieron
grandes elogios.”
“Lo cito porque al exilio traté de negarlo. Poco a poco uno se va
dando cuenta de la mentira de eso. He regresado a Buenos Aires, como
muchos, pero me doy cuenta de que no regreso, aunque regrese. Lo que
dejé ya no existe, los hilos están cortados. Alguien me dijo que mi
novela Navíos y borrascas es mi paso hacia el exilio.
”Nuestra identidad es la de exiliado permanente. Julio Mafud, en El
desarraigo argentino, sostenía que eran desarraigados los españoles que
emigraban y desarraigados los indios que desposeían, y desarraigados los
inmigrantes del siglo XIX que vinieron a desposeer. Eduardo Mallea por
ahí dice que la Argentina es como una gran ramera con la que todos se
acuestan, pero que nadie la asume. Mi abuelo materno hablaba de volver a
Italia, y de un barco mitológico que lo llevaría. No volvió, como no
vamos a volver ninguno de nosotros. Yo me invento que mi abuelo se fue
para allá con un acordeón, pensando que iba a volver. Volví yo, él soy
yo, y volví con un violín. Cambiamos de instrumento, nada más. Mario
Benedetti ha inventado una palabra muy buena, desexilio, pero no creo
que sea posible el desexilio.
”Lo he superado: no tengo nostalgia, ni me quejo. Empecé a ver a
Madrid como una ciudad real. No la veía como real, sino como ciudad
‘impuesta’. Ahora, que sé que el exilio es irreversible, me siento
cómodo. Es saludable y debe ser un mecanismo de defensa. Quiero asumir
el exilio sin temor, y sin esperanza.”
“Los primeros siete años de exilio no pude escribir nada. Había
perdido toda capacidad expresiva. Lo que intentaba escribir era
visceral, patológico, mezclado con pesadillas... que terminaban en un
cuartel, no podía escribir porque todo lo que escribía estaba prendido a
esta desesperación. Hasta que intenté la re-escritura de El vuelo del
tigre, que yo había escrito en La Rioja. Cuando me detuvieron, Irma
enterró el original en la huerta, porque si los militares leían además
de saquear no me soltaban más. Un cura amigo le dijo a Irma: Hagan
desaparecer ese manuscrito. No había copia. Hice una reconstrucción del
manuscrito. Cuando volví a La Rioja, los que vivían en la casa habían
volteado la higuera, pusieron césped, una pileta de natación... Andá a
saber qué pasó con el original.”
“Navíos y borrascas sirvió para recuperar mi capacidad expresiva. Eso
y la re-escritura de El vuelo... Ahora la novela que he escrito ya no
tiene nada de eso. Es una novela andina, que se desarrolla en un pueblo
de la cordillera de los Andes donde un hombre encerrado con un
diccionario y una gramática se enfrenta con las palabras para contar la
historia de su pueblo que va a desaparecer.”
“Sabés que tenemos cosas en común, vos y yo. Algo de ingleses y
protestantes, de vivir en Córdoba, y eso de caer en juzgado de menores
de muy joven. Vivíamos en La Falda cuando yo tenía entre cuatro y siete
años. Eramos los caseros de unos pastores ingleses que tenían un chalet
muy bonito. Mr. Louis Robert y Mr. Clifford. Hablaban un castellano
tarzánico. La mujer de Mr. Robert, Emilia, tocaba el armonio y el culto
evangélico se hacía en su casa. Nosotros desde antes éramos
protestantes..., desde Buenos Aires. Mi madre lo era. Yo nací en Buenos
Aires, pero mi familia era de Córdoba.”
“Cuando muere mi madre yo tenía siete años. Entonces mis tías
católicas me bautizaron en la Iglesia..., no era bautizado. Ahí me vino
el susto porque me dicen usted es un animalito, no se ha bautizado. No
entendí nunca lo del pecado original, me llenaba de terror. Todavía me
da miedo la religión católica.”
“A mi hermana la mandaron a Alta Gracia con otros tíos. Cuando pude
me escapé, porque quería estar cerca de mi hermana. Iba a tercer grado
en el Colegio de la Torre. En los recreos jugábamos a la mancha, y el
más ágil de todos se llamaba Guevara. Era asmático y tenía un tórax
grande. Otro recuerdo que tengo del Che es que un día todo el grupo que
jugaba a la mancha fuimos a una casa a robar duraznos, a la siesta.
Estábamos robando y se asomó un viejo, que dijo: Lleváos los duraznos
pero no me rompáis el árbol. Era Manuel de Falla, que vivía en Los
Espinillos, en Alta Gracia. Yo le conté esto a Julio Cortázar. Me dijo,
¿Por qué no lo escribís? No puedo... es como escribir las memorias.
Después se lo conté a don Ernesto, en Cuba.”
“Yo nací en Buenos Aires, me llevaron a Córdoba, y luego me fui a La
Rioja porque los abuelos de mi padre eran de Olta, de La Rioja. Yo
decidí irme de Córdoba a La Rioja, buscando raíces. Mi madre nació en
Minas Gerais, cerca de Belo Horizonte. A los diez años la trajeron a la
Argentina. Se casó con mi padre (que según él tenía sangre india). Tengo
muy pocos recuerdos.”
“Cuando me tuve que enrolar en Córdoba, no tenía documento. Mi padre
le había dicho a mi madre: Hay que hacer los trámites para anotarlo a
Daniel, pero mi mamá dijo: Daniel está anotado en el cielo, qué me
importan los papeles. Estoy anotado en el cielo, con el pastor, pero no
en la tierra. Escribimos a Buenos Aires, y nos dijeron que viajáramos.
No fui a Buenos Aires, costaba un dineral. Un juez en Córdoba me dijo:
Venite con dos testigos falsos, decí que naciste en Córdoba un año
antes, y entonces te enrolamos y no te cobramos.”
“Me enrolé a los diecisiete e hice el servicio a los diecinueve. En
los papeles figuro nacido en Córdoba, el 6 de octubre del ‘29. Nací en
Buenos Aires el 6 de octubre del ‘30. Mis testigos falsos fueron un
violinista gallego y un ave negra de esos que andan en los tribunales,
que dijo: Yo me ocupé, Sr. Juez, de los servicios de obstetricia. El
violinista dijo: Pues mire, yo he estado ahí sentado, leyendo una
partitura. Y me puse a tocar el violín, y me dijeron: ¡Ha sido un
varón!”
“Mi padre había trabajado en el Ministerio de Obras Públicas, y por
ser radical lo echaron cuando Uriburu, en el ‘30. Durante un tiempo
estuvimos muy mal.”
“En La Falda, para los carnavales, las murgas cantaban coplas
(¡sucias para la época!, ahora son inocentes): La murga caradura / no
sabe qué hacer / se pone a fabricar / calzones de mujer. ¡Mirá vos la
inocencia! Joaquín se fue / a mear detrás de un convento / vinieron los
perros / y le comieron el instrumento. Las coplas las escribía mi papá.
Cuando pasaban las murgas Mr. Robert se ponía algodones en los oídos y
decía ¡Qué horror! Y mi papá decía ¡Qué horror! ¡Cómo van a seguir así
las cosas!... Si el inglés se enterara, decía mi papá. Fue un momento
muy agradable, hasta que murió mi madre en 1937. Después de vivir con
mis abuelos pasé de tío en tío. Mi padre desapareció. Reapareció años
después. Todos los tíos me dieron material para los cuentos... Pasé un
tiempo en un reformatorio, y mi hermana en un colegio de monjas, donde
nos colocó un tío.”
“De vuelta en casa de mis abuelos maternos, cuando tenía doce años,
leíamos La Divina Comedia, en italiano, claro. Yo leí El Quijote, la
literatura gauchesca, Don Juan Tenorio. Son las lecturas que más
recuerdo, inviernos enteros leyendo. Fui a Córdoba capital para hacer el
bachillerato y no lo pude hacer porque no tenía papeles, como te dije.
Entonces me iba a la Biblioteca de Córdoba, y leía... mucho. A Lugones.
Descubrí la poesía de T. S. Eliot. En Córdoba empecé a escribir poesía.
Luego me puse a leer a los autores norteamericanos. Pasé a Chéjov... Y
escribía. Luego vendrían los cuentos en Artista de variedades (1960), y
La lombriz (1964). Una luz muy lejana (1966) fue mi primer intento de
novela. Después vino El monstruo y otros relatos, y El fuego
interrumpido (1967). Escribí El oscuro a raíz de los tiempos del general
Onganía. Esto me llevó a meterme en la realidad de mi país. Creo que
terminé mi ciclo con mi país: lo que tenía que decir ya está dicho.
Quiero evadirme de la historia de mi país, que me ha limitado mucho. El
oscuro, El trino del diablo (1975), El vuelo del Tigre, son libros sobre
los acontecimientos históricos, alguna vez anticipándome, como en El
trino del diablo.
“Cortázar decía: escribas lo que escribas nunca vas a dejar de ser
argentino, ni de escribir para tu país. Borges permaneció físicamente en
la Argentina, pero mentalmente nunca estuvo.”
“Yo le decía a Julio: Mirá, después que dejé Córdoba y me fui a La
Rioja, empecé a atisbar esta entelequia que es América latina. Yo
necesito a América latina: necesito que exista, porque no soy ni
italiano como mi abuelo, ni indio como mi padre. Soy mezcla. Necesito mi
identidad, no a nivel literario, la necesito como persona. Le decía a
Julio, me siento mucho más cerca de Rulfo que de vos o de Borges. A
Borges lo admiro y a vos te quiero, le decía a Julio. Rulfo me dice
más.”
“Sabés que el Cacho (el escritor, Mario Paoletti) cuenta por ahí la
historia de cómo me reconcilié con mi suegro. Es graciosa, te hago la
síntesis: mis suegros son de origen piamontés y tuve que raptarla a Irma
porque no me dejaban casar con ella. Decían que yo no era nativo y que
no tenía vacas. Nos fuimos a vivir a La Rioja, pero al año nos
reconciliamos, cuando nació nuestro hijo, Ricardo. A mi suegro no le
gustaba que yo fuera escritor, porque él vinculaba la literatura con la
bohemia y la pobreza. La cocina nuestra daba al oeste, y no sé por qué
entraban por ahí muchas moscas, un problema cuando había un niño en
casa. Entonces le dije al abuelo: vamos a convertir la puerta al patio
en ventana, y abrir una puerta al comedor. Mi suegro pensaba que eso nos
iba a llevar mucho tiempo. Le dije Lo hacemos hoy. Lo puse de peón...
traiga esto... mezcle el cemento. El piso no me gustaba, y le digo:
vamos a estucar. No, dice, estucar es difícil. Terminamos a las dos de
la mañana. Al otro día venían amigos, poetas riojanos, que todas las
noches se reunían en casa. El suegro les dice: Mi yerno es un escritor
como ustedes pero no es inútil como ustedes. Mi yerno es un escritor que
sabe estucar un piso y poner un ladrillo.”
“El día del golpe de 1976 yo estaba en Córdoba, intentando
inscribirme en la Facultad de Filosofía, porque se me había ocurrido
estudiar. Cuando regresé a La Rioja había controles como si fuera una
ciudad ocupada. Llegué a casa... Me dijeron que habían detenido a casi
todos los intelectuales. Muchos eran del diario El Independiente. Además
estaba detenido Ramón Eloy López, un poeta, un sacerdote, uno de los
tres miembros del Partido Comunista, algunos de la JP y el arquitecto
que proyectó la cárcel. Lo metieron en la celda de castigo.”
“Esa noche dormí en casa, sabía que me podían detener. Había sido
amenazado por la Triple A, y por LV14, la emisora local. Una locutora
estaba leyendo un capítulo por día de El trino del diablo y le dijeron
que si seguía leyendo iban a volar la radio. Me amenazaron a mí, recurrí
al gobernador, Carlos Menem, y me había puesto custodia policial en
casa. Me levanté temprano, estaba preparando mi ingreso a la Facultad
con ese placer de entrar por primera vez a esas disciplinas. Abrí un
libro y vi que se detenía un auto: eran cuatro, tres caminaron despacio
hacia casa.
”Mi hija María Inés, de siete años, dormía, mi hijo Ricardo, que
tenía catorce, estaba levantado junto a dos hijos de una familia amiga, y
estaba mi mujer. Me apresuré a abrirles la puerta antes de que la
derribaran. Era el 25. Pregunté si me podía cambiar de ropa. Dijeron,
Sí, pero pronto, y me acompañaron al dormitorio. ¿Llevo documentos? No
los va a necesitar, dijo uno. Eso me asustó. Pero no tuve tiempo de
tener miedo. Quedé incapaz de reaccionar porque eso era insólito. Yo era
periodista, además de escritor, trabajaba para Clarín, y músico y
plomero. Me llevaron de casa al cuartel, en silencio. Estaba cerca. Al
cuartel entré a los empujones. En un salón enorme estaba media La Rioja
de pie, contra la pared (no nos dejaban sentar), con un colchón al
lado.”
“Estuvimos desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Al
mediodía trajeron esa polenta asquerosa de las comisarías que nadie
quiso comer. Nos hicieron llenar una planilla, una tarjeta, donde
teníamos que poner el nombre, profesión e ideología. Nunca me había
planteado qué ideología tenía. Pa’ colmo no era ni católico. No sé qué
disparate habré puesto. A las seis de la tarde nos arrearon a un
autobús..., unas cincuenta personas. Los vidrios estaban tapados con
papel pero a través del parabrisas del conductor yo veía la curva que
llevaba a la Cárcel Provincial. Nos metieron contra una pared blanca,
separados un metro de cada uno, y un hombre dijo: no miren la pared,
miren fijo a la arañita (eso lo puse en El vuelo del tigre), busquen una
arañita que hay en la pared, y no se miren ni hablen... ¡Las armas son
muy celosas y se pueden escapar los tiros! Hicieron ruidos de armas, de
sacar los seguros. Había un silencio terrible.”
“Duró, no sé cuánto..., de golpe se oyó una carcajada de treinta
personas, una risa mecánica y fingida. Apareció un tipo y nos puso una
cuchara, cosa que nunca me explicaré por qué: una cuchara entre el
cinturón y el pantalón a cada uno. Y cuando terminaron de poner las
cucharas, vino otro y las retiró, y largaron otra carcajada. La cuchara
significaría que nos iban a dar de comer. Y no nos daban de comer.”
“Fuimos pasando uno por uno, nos preguntaron nombre y profesión, me
sacaron los cordones de los zapatos y el cinturón, y con el pantalón en
la mano, me empujaron con la culata del rifle. Subimos una escalera
hasta una puerta, me dieron un culatazo y me metieron dentro. ¡No
entraba luz por ningún lado! Ahí estuve ocho días en esa celda de
castigo, y me daban la comida por un cuadradito de quince por quince. A
los ocho días, a otro calabozo. Tenía una ventanita y podía ver el
patio. Empecé a medir la hora por la sombra del sol. Un pajarito venía
todos los días a la misma hora, a la misma teja: lo conté en El vuelo
del tigre. Salía con el mismo rumbo todos los días y así quizá toda la
Eternidad. Un día viene un carcelero, que era oficial y riojano, y me
dice Oiga, profesor –debía ser pariente de algún alumno del
Conservatorio–, quiero decirle que su familia está bien.”
“Me enteré de que mis libros los secuestraron de la librería Riojana y
los quemaron en el cuartel, junto con los de Cortázar y Neruda. Qué
honor.”
“Bajé siete kilos en doce días: hacía gimnasia a escondidas. Cuando
me dijeron que podía abandonar la provincia me fui a Buenos Aires,
gestioné mi pasaporte, volví a La Rioja y en una semana levanté mi casa.
Volvimos todos a Buenos Aires a esperar el barco. El 24 de mayo de
1976, tomamos el ‘Cristóforo Colombo’, y el 8 de junio comenzó el exilio
en Barcelona.”
“Como te contaba, decía Di Benedetto: el exilio no tiene regreso.”