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lunes, 28 de noviembre de 2016

Mao, Malraux y La condición humana

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A partir del 40 aniversario de la muerte del líder chino y del intelectual francés, una reflexión sobre una obra que refleja el destino de los hombres de forjar una historia que promete un porvernir venturoso y, a la vez, cada día más lejano.

“El marxismo es una forma de fatalidad…”, dice el viejo Gisors mientras prepara su pipa con opio para sumergirse en un mundo ajeno a lo real. Su hijo ha muerto luego de la fracasada insurrección en Shanghai y él decide retirarse al universo de las sensaciones de la droga y la música. Nada que pertenezca al terreno de los hombres le interesa. En cambio ella, May, marcha hacia Moscú para continuar su labor por la revolución mundial. Los dos han perdido al ser querido y cada uno buscará enfrentar el dolor aferrado a su voluntad; uno desde el mundo de las tinieblas. El otro, desde la lucha por el comunismo.

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Cuando Andre Malraux escribe el final de La condición humana (1933) no imagina que pocos años después deberá protagonizar el papel de combatiente en la guerra de España. Tampoco sospecha que más tarde será el jefe de la resistencia contra el nazismo en Francia, y finalmente funcionario del gobierno de De Gaulle.
Si alguien puede ser caracterizado como intelectual comprometido con su tiempo, ése es Malraux. Quizá fuera ésa una época de compromisos mayores porque la historia exigía desde 1848, con el Manifiesto comunista, un cambio tan radical en las relaciones entre los hombres que era difícil mantenerse neutral. No era el único: Albert Camus, Jean Paul Sartre, John Dos Passos, Pablo Neruda, Arthur Koestler y también Octavio Paz fueron protagonistas activos que no se conformaron con describir el vertiginoso cambio que se producía en el planeta. También quisieron participar y lo hicieron apasionadamente. En algunos casos coincidieron en tiempo, territorio e ideas; en otros no. Pero si algo los unifica es su tenacidad en el compromiso con la realidad y en la producción de una literatura que ponía especial énfasis en los cambios de la historia, en el destino de los hombres y en la condición de cada uno de ellos. 

Insurrección. El 21 de marzo de 1927, el Partido Comunista chino se lanzaba a la tercera insurrección en Shanghai. Las dos anteriores habían fracasado y este nuevo intento podía ser el definitivo. Mao Zedong era jefe de apenas una tendencia dentro del partido. La Revolución de Octubre confirmaba que el marxismo era la teoría que aglutinaba a los explotados del mundo y los empujaba a dirigir su propio destino. La fracasada revolución en Alemania de 1923 y la represión a los obreros en Europa advertía que la empresa de la transformación social no era fácil y exigía la férrea conducción de una vanguardia revolucionaria que dirigiera al proletariado. Es en la noche en que está por comenzar la insurrección cuando Malraux fija el inicio de su novela: Chen se ha introducido en la habitación de un hombre para matarlo. Matarlo no es nada, lo que le impresiona es la dureza de la carne. Armado con un cuchillo, el terrorista observa a su víctima y sabe que una vez cometido el crimen todos los hombres condenarán su acción. Pero no le importa, la muerte que se apresta a llevar a cabo proveerá a los obreros de algunos cientos de armas para combatir contra el ejército reaccionario. Afuera de esa calurosa habitación del hotel lo esperan sus compañeros, todos miembros del PC, que están al tanto de lo que Chen hará. La Revolución parece justificarlo todo.
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Tres personajes. Malraux sostiene su historia sobre tres personajes: el terrorista Chen, el joven Kyo, miembro del Comité Central, y Katow, el comunista ruso que dirige a una parte de los obreros insurrectos. Chen es un hombre que llega a la Revolución más por la acción que por la razón. Su voluntad lo empuja inevitablemente hacia la muerte; no aspira a ninguna gloria –lo describe Malraux–, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear sino la muerte?

Chen es consciente de ello; el mundo por el que mata y lucha es un mundo que no sólo condenará a los enemigos sino también al propio Chen. ¿Qué haría –se pregunta el terrorista– en la fábrica futura, emboscado tras de su uniforme azul de obrero? La sociedad que quiere construir no lo albergará. El terror, en cambio, es el sentido de la vida, la posesión completa de sí mismo, total, absoluta. La muerte deja de ser una amenaza o una angustia y se transforma en la liberación final. Si el ejemplo de los atentados individuales cunde, los individuos sin esperanza tendrán un sentido inmediato de sus vidas: renacerán los mártires.
Cuando Chen se arroja con su bomba bajo el auto que aparentemente traslada a Chiang Kaishek, lo hace con un “jubilo de extático”, encontrando en ese instante la plenitud de su existencia y la justificación de su vida.
“Todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar tiende más o menos confusamente a justificar la condición de hombre, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero”, piensa Kyo, probablemente el personaje central de la historia. A diferencia de Chen, su vida tiene un sentido: poner a cada hombre, a quien la pobreza hacía morir como una peste lenta, en posesión de su propia dignidad. El es uno de ellos: mestizo, desdeñado por los blancos, Kyo había buscado a los suyos y los había encontrado. “No hay dignidad posible ni vida real para un hombre que trabaja doce horas al día sin saber para qué trabaja”, dice el comunista Kyo, revolucionario consciente y paradigmático.

“Cuando se vive como nosotros, es preciso tener certidumbres”, el fantasma que recorría Europa en el 48 avanzaba ahora en Oriente y todo indicaba que las condiciones sociales habían madurado lo suficiente como para que obreros y campesinos intentaran el asalto al poder. La alianza con Chiang Kaishek contra los ejércitos feudales que todavía dominaban buena parte del territorio; las instrucciones que Moscú y la Internacional enviaban para mantener esa alianza a pesar de las sospechas de que se produciría una matanza; la orden de entregar las armas y subordinarse a la política del Kuomintang, son las cuestiones que recorren la novela de Malraux y que obligan a Kyo a reflexionar sobre la historia. “La Revolución había llevado a término su preñez: ahora era preciso que diese a luz o muriese”, dice el revolucionario mientras evalúa las posibilidades de éxito. Pero no sólo se ocupa de la historia social; también el personaje es recorrido por los temores y las dudas: Kyo sufre la angustia de “no ser más que un hombre, de no ser más que él mismo”, apenas una minúscula voluntad frente al gigantesco propósito de realizar una revolución. Sufre, además, por el dolor de los celos que le provoca May, por el temor de que algo pueda sucederle a su padre, por el destino del terrorista Chen. Kyo es, insiste Malraux, apenas un hombre. Y el autor desdeña entonces una literatura heroicista que después de la Revolución Rusa produjo toneladas de papel escrito de dudoso valor. No hay héroes en La condición humana.

Katow, el tercer personaje importante de la historia, se define en el final de la novela, en el preciso momento en que aguarda la muerte junto con los otros prisioneros estremecidos por el silbato de la locomotora. Katow es un revolucionario ruso, ha combatido contra los blancos en las estepas, ha sido prisionero y ha salvado su vida milagrosamente luego de un fusilamiento. Prosigue, sin embargo, su destino de revolucionario de la Internacional. Ahora en China, donde dirige destacamentos de obreros armados. Su verdadera personalidad se destaca en ese final, cuando se apiada de los dos jóvenes aterrados porque morirán quemados; es la dignidad humana, dice Katow mientras busca la pastilla de cianuro y se la regala a sus dos compañeros. Su gesto lo condena y él lo sabe: morirá en la caldera de una locomotora y tampoco es un gesto heroico el suyo. Se siente abandonado y el temblor de sus hombros no cesa. Sólo le resta esperar a que vengan a buscarlo.
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Epica. El mayor mérito de La condición humana es tal vez la capacidad de Malraux para narrar un episodio épico sin recurrir a la grandilocuencia epopéyica. En el medio de un movimiento social en el que se movilizan grandes masas, donde por lo tanto existen solidaridades, confraternidad y pasiones, Malraux pone especial énfasis en describir la absoluta, patética soledad de cada uno de los personajes. Chen, Kyo, Catow, May o el viejo Gisors están atravesados por un sentimiento que los iguala: la soledad que ninguno puede ocultar aunque circulen rodeados por un mar de hombres.

Ellos presienten que allí, en Shanghai, se está decidiendo el destino del mundo; victoria o derrota. Doscientos mil obreros sin trabajo van a apoyarlos. Pero al mismo tiempo, hora tras hora, toman conciencia de que se dirigen a un mismo final: “Sin duda –dice Malraux– todos estaban condenados. Lo esencial era que no fuese en vano”.
¿Quién podría asegurar si fue o no en vano? En 1949, veinte años después del suceso en que el autor sitúa su novela, la revolución comunista triunfó en China. Algunos podrán afirmar que aquel esfuerzo no fue inútil y que la victoria condujo a la felicidad. Sin embargo, personajes como Kyo o Katow son los mismos que murieron durante la Revolución Cultural, reprimidos por el Estado comunista. Y son los mismos que resistieron en junio de 1989 a los tanques en la Plaza de Tiananmen. También, como aquellos, estaban condenados. Eran hijos de una Medea que amaba y odiaba con la misma desmesura.

Quizá la condición humana que atormentaba a Malraux sea precisamente ésa: la condena de los hombres –en realidad el perpetuo destino– de buscar la dignidad, luchar por la libertad, insistir en forjar una historia que promete un porvenir venturoso. Y a la vez, cada día más lejano. 
Mao Zedong murió en septiembre de 1976. Tres meses más tarde, en noviembre, falleció Malraux.

*Escritor y periodista. 

Sergio Bufano