ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

domingo, 8 de enero de 2017

Mirar al otro

por Paula Pérez Alonso
Si uno mira un puñado de fotos de este hombre con tremenda pinta y carisma piensa que podría haber sido un actor. Cuando lee en público, Berger lee con todo el cuerpo: es un escritor muy físico y expresivo. Comenzó como pintor pero después fue dibujante, cuentista, novelista, crítico de arte, ensayista, poeta, traductor, guionista de cine, fotógrafo, creador y protagonista de un programa de televisión que revolucionó la mirada sobre el arte, trabajador a la par de sus amigos campesinos al sur de los Alpes franceses, actor ocasional. 
Uno de los temas recurrentes en sus libros fue los desplazados, los migrantes, el exilio. Él mismo fue un nómade, de Londres se mudó a un pueblo en Alta Saboya para estar comunicado con el resto del mundo (sospecho que Inglaterra le resultaba demasiado insular y exclusiva) y más cerca del hombre común, labrador de la tierra. Iba de Quincy a París, de París a Londres, viajaba para encontrarse con amigos o a participar de cuestiones políticas que lo convocaban, como el establecimiento de un Estado palestino, una causa por la que siempre se pronunció con fuerza. Lo veo andando en moto hasta los ochenta y cinco años y recuerdo mi experiencia al recorrer el desierto de Atacama hasta el Pacífico: la enorme sensación de falta de mediación con lo que observaba, de ser parte del paisaje que me rodeaba. Esa falta de mediación que Berger proponía cuando instaba a mirar el arte sin el ropaje de la cultura y las convenciones, o a acercarse a las personas lo más posible, a mirar con mayor detalle, lo microscópico y lo macroscópico al mismo tiempo. Esa apertura que él practicaba porque el otro le resultaba siempre más interesante que él mismo y se resistía a las narraciones autobiográficas, ensimismadas o abstractas, cuando había tanto atractivo ahí afuera en el mundo real que merecía ser registrado, contado o mostrado. También practicaba ese estado de abierto al admitir otras interpretaciones, voces, intercepciones, miradas que enriquecieran la suya. Una estética como una ética, como reclamaba Foucault.
El hombre en el centro de la escena y de la percepción, su preocupación constante. Estudió Bellas Artes en Londres, pero en 1944 se enroló en el ejército y convivió con soldados que casi no sabían leer ni escribir y él les escribía las cartas a las novias o a las familias; lo impresionaron sus vidas humildes y anónimas. Cuando la guerra terminó, enseñó dibujo y empezó a escribir crítica de arte porque se dio cuenta de que el artista rara vez sabe lo que está haciendo. Su manera disruptiva de mirar el arte que plasmó en Modos de ver, un programa de la BBC dividido en cuatro capítulos muy compactos con un presupuesto mínimo, irrumpió para pelear contra el pensamiento único exhibido por Sir Kennneth Clarke y su programa Civilización de fines de los 60 y presupuesto enorme, para quien la civilización era occidental y cristiana y el resto casi no merecía llamarse “civilización”. Berger venía a disputar el campo a esa visión del mundo; su programa revolucionó la tv y se hicieron libros con ese mismo título a partir del guión. Iniciaba su poética del mirar.
El proyecto que él situaba en la Revolución Francesa se había incrustado en el fracaso con las masacres del siglo XX, que se continuaron en este siglo. Todos sus textos son políticos, quiere molestar al orden económico mundial, a los poderosos, y no deja de visibilizar a los desposeídos, los vulnerables, a los afligidos, él es parte de la lucha por la justicia y la dignidad. Como Pasolini, que él mismo cita en su ensayo sobre Géricault en El tamaño de una bolsa: “Tras todo lo que imaginó y pintó Géricault –desde sus caballos salvajes a los mendigos que recopiló en Londres–, uno percibe un mismo voto: me enfrentaré a la aflicción, descubriré un respeto por ella y, si es posible, encontraré su belleza”. Y continúa: “Naturalmente, la belleza que esperaba encontrar significaba dar la espalda a la mayor parte de la piedad oficial. Tenía mucho en común con Pasolini”. (“Me obligo a comprenderlo todo / y nada sé de vidas ajenas / hasta que desespero de nostalgia, / y consigo imaginar la experiencia / de otra vida por completo. Soy todo / compasión, pero quisiera que fuese / diferente el camino de mi amor / por esta realidad, cabría entonces / amar a las personas, de una en una”)
Cuando hace crítica de arte cuestiona las convenciones, obliga a mirar de nuevo, desprovistos de la “naturalidad” de la educación, alienta el escepticisimo, la crítica, contagia su espíritu investigativo. Con respecto al trabajo del artista –dibujo, escritura, fotografía– aplica la misma clave: “Para el artista dibujar es descubrir. No es una frase bonita, es literalmente cierto”. En su primera novela de 1958, Un pintor de hoy, dice el personaje Janos Lavin: “Casi todos los artistas pueden dibujar cuando descubren algo. Pero dibujar para descubrir, ese es un proceso divino (…) La fuerza del color no es nada al lado de la fuerza de la línea”. Lo intrigan el misterio y la opacidad de los objetos, del trazado del dibujo. Porque la base de la pintura y de la escultura es el dibujo, lo que se tiene más a mano. Del mismo modo, qué es escribir si no darle forma a las letras que conocemos buscando nuevas resonancias, trazando posibilidades, ritmos. Escribir para descubrir, esa es la gran aventura. Cuando escribe poesía se pregunta por lo que sucede entre las personas y las cosas, no solo simbólicamente sino materialmente. Esa distancia puede hacerse cercana e íntima. Su mirada inquietante propone escuchar de nuevo, mirar de nuevo, nombrar de nuevo. Como cuando con el fotógrafo Jean Mohr hizo “Un hombre afortunado”, una crónica sobre el doctor Sassall, un médico clínico excepcional dedicado por completo a una comunidad rural remota. Años después, en 1975, también con Mohr, un libro sobre los desplazados, Un séptimo hombre. Los obreros migrantes en Europa, un insólito éxito editorial que rejuvenece con el tiempo, profético, mientras los discursos y políticas antiinmigración se propagan con mayor terror y violencia. Mohr y Berger, amigos durante sesenta años, también realizaron un ensayo sobre fotografía: Otra manera de contar, para el que documentaron a los campesinos del pueblo de Alta Saboya donde vivía Berger. El otro gran trabajo de Mohr, por el que es mundialmente conocido, fue fotografiar durante cincuenta años a los refugiados palestinos.
Fue un artista en movimiento constante y construcción permanente que tomó riesgos. La novela G, una muestra de sus búsquedas formales, no fue bien leída en el mundo anglosajón que es reacio a lo no lineal y a las tramas no explícitas o nítidas; sin embargo muchos escritores intentaron copiar su estructura novedosa. Vuelve a cambiar con los cuentos de la trilogía campesina, y una vez más con Hacia la boda, novela deslumbrante sobre el sida. Es cada vez más visible cómo cruza los géneros y en su poesía hay ensayo y narración, en sus ficciones hay poesía y ensayo y en sus ensayos hay historias y poesía. Veía textos en los dibujos y leía las formas como textos.
Le gustaba pensarse como un narrador, no como el novelista ni el creador literario de moda, sino como aquel que, sin afincarse en ninguna geografía, lejos de cualquier jerarquía o institución, va de lugar en lugar y cuenta las historias que ha vivido o ha imaginado.
Unos meses antes de que cumpliera noventa me preguntaba qué pasaría cuando muriera, un faro que ha iluminado muchos territorios y montajes y desmontajes de nuestra civilización o incivilización. Escribí sobre él y su libro Sobre el dibujo como un homenaje a sus constantes descubrimientos. No podíamos pensar en Berger como en un anciano. Los ancianos se ensimisman, dejan de interesarse por lo que sucede más allá de lo inmediato. Sin embargo, él murió como el extraordinario que fue, una persona siempre joven, atento a lo que lo rodeaba. Seguía escribiendo con una lucidez implacable, dibujando como una manera de investigación. Era otra manera de acercarse hacia lo desconocido: lo tangible y lo visible siempre podían adquirir otro ánimo y otro matiz. No había perdido el asombro ante las manifestaciones más variadas ni la curiosidad por lo nuevo y por el otro o lo otro. Cuando le preguntaron cómo iba a festejar sus noventa años dijo: “En silencio y haciendo lo que hago todos los días”.

lunes, 2 de enero de 2017

El coraje intelectual


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por Miguel Russo
Dijo, muchos años atrás, apenas arrancados los ‘80: “Si un escritor tiene cualidades (cosa que dudo, materia opinable) subrayo una: la del coraje intelectual”. Después, antes y después, escribió teniendo siempre ese precepto como lámpara en la mesa de trabajo. Ese coraje intelectual lo había llevado a escribir El precio, su primera novela, publicada en 1957. Y a dedicar “Cita”, su cuento de mediados de los ‘60, “A Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, mis amigos, que no se entregarán jamás”.
Recordar a Rivera, ahora que su muerte deja un hueco imposible, es leer a Rivera. Leer esa larga historia de libros que atraviesan casi 55 años, hasta que en 2011 escribió, en la página final de su libro final Kadish, específicamente en el cuento final “SO4H2”: “Me digo, también: Es hora de dormir, Arturo Reedson”. Arturo Reedson, el personaje que lo acompañó, libro tras libro, en esas cinco décadas y media. Arturo Reedson (el personaje que sigue ahí), que es como decir Andrés Rivera (el escritor que murió en Córdoba el 23 de diciembre pasado), que es como decir Marcos Ribak (el hombre que nació en el barrio de Villa Crespo otro diciembre, un 12, allá por 1928).  
Hoy, que tanto se repite aquella frase que dijo en los ‘90, y que tanta polémica causó en su momento (“Yo estoy convencido de que ningún libro, por bueno que sea, puede cambiar el mundo. Pero tengo que escribir”), convendría definirla. Y nada mejor que recurrir al recuerdo del propio Rivera para entender de manera cabal esa definición. El Andrés, como todos llamaban a ese gran porteño en su “exilio” cordobés del barrio obrero de Bella Vista, repetía, a quien quisiera torearlo con eso de que los libros cambian la historia, que los verdaderos cambios de la historia se dan en la forma en que alguien leyó ese libro: Lutero leyendo a Pablo, Marx leyendo a Hegel, Mao o Lenin leyendo a Marx. La enumeración podía seguir hasta bien entrada la madrugada. Y cada una de ellas era una enseñanza, una lectura, más que una escritura. Una lectura que confirmaba que había que seguir escribiendo. Arlt leyendo a Dostoievski, Fidel leyendo a Lenin, Saer leyendo a Proust. Y, por supuesto, el propio Rivera leyendo a Sarmiento, ese otro imposible. 
Rivera fue, es, esa escritura y esa lectura. Un modelo para ese duro oficio de escribir. Pero, ¿de dónde viene el modelo Rivera? Mucho, de las discusiones marxistas oídas entre cobijas cuando con apenas siete años simulaba dormir las noches en que su padre se juntaba con otros obreros en la Argentina de los años ‘30. Mucho, también, de esas lecturas a las que lo había empujado su tío Felipe (“que murió trotskista”, dijo el Andrés) en su primera adolescencia. Y mucho, muchísimo, de su oficio de hilandero en las tantas fábricas textiles del conurbano bonaerense donde trabajó. Porque, qué otra cosa que hilos manejados de manera experta son esos 22 libros sobre Juan José Castelli leídos y dejados de lado para ponerse a escribir La revolución es un sueño eterno a partir de una certeza tan paradójica como la propia historia argentina: esa de que el Orador de la Revolución tuviera cáncer de lengua. Qué otra cosa que hilos enhebrados y vueltos a enhebrar para lograr esa textura única que significa recuperar la voz de Sarmiento para que sea Rosas quien hable, en su exilio inglés, en primera persona y en presente (un presente, entonces, de pleno amasijo neoliberal del menemato) para escribir El farmer. 
Rivera enseñó que para sentarse a escribir hay que saber, primero, dónde se está parado, de qué lado. Y no olvidarlo nunca, ni ante las críticas despiadadas ni ante las alabanzas del mercado (dos extremos de similar intensidad que supo frecuentar prestándole la misma cuota de importancia: ninguna). Y Rivera se paró siempre en el mismo lugar. Un lugar que daba cuenta de la derrota, de la pasión, de la muerte, de las traiciones. Ya sea para enfrentar eso que apresuradamente se dio en llamar “narrativa histórica” (a La revolución es un sueño eterno y El farmer, habría que sumar El amigo de Baudelaire, La sierva, Ese manco Paz) como para narrar buena parte de la historia del país en el siglo XX en la saga protagonizada tanto por Arturo Reedson como por toda la clase obrera argentina. 
Lo dicho: derrotas, pasiones, traiciones, muertes. Como dijo una y mil veces Rivera: “Si una parte considerable de los protagonistas de mis libros viene del mundo del trabajo, debe aceptarse que el orden que fijé a esas constantes no es arbitrario”. O, mejor aún, cuando interrogaba para refrendar sus certezas: “Los hombres que viven de un salario, ¿no vieron a la derrota sentarse a su mesa?, ¿no aprendieron que los burócratas que pretenden hablar en su nombre los venden o se borran en el instante de peligro, no los acecha la muerte cuando alzan la voz o la mano?”.  
Pasiones: las mismas que aprendió en sus lecturas de Sarmiento, de José Hernández, de Arlt y de Borges, de Dostoievski, de Joyce, de Faulkner, de Isaac Babel, de Sartre. Pasiones: las mismas de varios de sus contemporáneos: Walsh, Conti, Gelman, Viñas, Piglia. Las mismas pasiones que las nuevas camadas de quienes, a pesar de saber que un libro no cambiará la historia, se disponen a escribir con la misma certeza con la que Rivera escribió toda su vida: “Atacando esas constantes aún cuando se fracase en el intento. La cosa es así de simple”. 
Coraje intelectual, lo llamaba. Y acertaba. Así como acertó en esa pregunta que siempre estará esperando al lector en la última página de La revolución es un sueño eterno para meterlo de lleno en el mundo y en la historia de ese mundo, ese mundo en el que se vive y ese mundo por el que se pelea para cambiarlo: “Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”. 

ANDRES RIVERA

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Por Guillermo Saccomanno
En "Para ellos, el paraíso y otras novelas”, el libro catorce de Andrés Rivera, que contiene relatos de distinta data, vuelvo a encontrar “Cita”, ese cuento impecable, publicado originalmente por La rosa blindada. Era la época en que Abelardo Castillo, David Viñas, Beatriz Guido y Dalmiro Sáenz, entre otros, conformaban maneras de contar que referían, en cada caso, un estilo, eso tan difícil de conseguir. De esto, del estilo Rivera, estilo en vida y obra, quiero hablar. Me acuerdo cuando compré el libro de cuentos “Cita” en el kiosco del Lorraine. Me llamó la atención: su autor venía expulsado del PC, la escritura se recortaba del adocenamiento de las buenas intenciones y la moralina partidaria. En lo formal, especialmente, residía su ruptura y distancia de los imperativos peceístas. “Cita” es en el momento de su primera publicación un texto al margen de las tendencias en boga que conmovían al progresismo. “Aquella primera edición tuvo lugar bajo un gobierno. Ésta, en un desierto que olvidó la épica”, recordaría Rivera más tarde, en el 2002. “Rescribí “Cita” no importa en cuantas oportunidades”, diría. Ya en 1966, al referenciarse en la literatura norteamericana, “Cita”, insular, se apartaba a la vez de los paradigmas del realismo  proletario y de los reverberos del boom y, leído en la actualidad, se percibe como un ejercicio de formidable síntesis que traspasa lo arqueológico y se constituye en reivindicación de una causa y su narración. 
Después, cada nuevo libro de Rivera contuvo, además de sus obsesiones, un tono propio, cada vez más afinado. Con su prosa inconfundible, con sus constantes, su aura provenía no de una esperanza en  la eternidad utópica sino de su fe en la belleza de los riesgos del presente. Si se recapacita que estamos ante un escritor marxista,  cuyas obsesiones se clavan en la ecuación sexo-dinero-poder, es interesante entrarle a la edición de sus Cuentos escogidos por otro lado: el envase. Piénsese en el libro como mercancía. En lo que los sociólogos de la publicidad denominan “la imagen del producto”. Desde la tapa Rivera se recorta  en primer plano contra un cuadro que enmarca una manifestación obrera. La mirada de Rivera transmite entre sorna y picardía. Rivera nos observa desde el marco (no el marco histórico sino el de un cuadro de marco de madera dorada) de las luchas sociales. ¿Es desde este marco que Rivera quiere ser leído? ¿Es desde la acción que Rivera comprende la literatura, desde una acción exterior a la escritura, que puede llegar a descalificarla?
“Porque la realidad es irreproducible y la literatura miente como una puta vieja, o como una dama que escamotea sus arrugas frente al espejo. Algo, sin embargo, es cierto, aprendimos a sobrevivir. Cada uno de nosotros conoce el precio que pagó”. Este subrayado corresponde a “La paz que conquistamos”, uno de sus relatos largos. Otra vez cabe preguntarse por qué este encono con “la literatura”. ¿A qué alude cuando se equipara la literatura con la prostitución y la femineidad vetusta? ¿Es que la literatura, para Rivera, tiene algo en común con la venta de placer y lo femenino? ¿Qué se demoniza en el placer y en lo femenino?   
En los 60, los 70, se usaba: en la solapa de casi todos los libros de narrativa los autores posaban con una dureza arrogante. Los escritores de izquierda posaban de recios. Algunos de los datos biográficos que suministraban por entonces las solapas informaban desde errabundias y trabajos fuertes hasta tomas de partido. Que quedara claro: los escritores de izquierda no mentían, sus literaturas no se “prostituían” ni era “femeninas”. La escritura se legitimaba, inexorablemente, desde estos parámetros de virilidad. Parecía más importante que el autor fuera estibador que escritor. De este modo transcurría toda una literatura que se pretendía “revolucionaria”. Es decir, denunciante. Había en esto una bajada de línea vitalista que habilitaba la veracidad de lo narrado. Es que la literatura, se confiaba, no sólo reproducía la realidad: la literatura era la realidad.  El joven Viñas, en la solapa de Las buenas costumbres, su libro de cuentos del 63, cruzado de brazos, se recorta en primer plano contra una perspectiva que muestra la Plaza de Mayo llena, un cartel de la CGT y, fragmentadas, las letras que componen Perón (esa imagen de Viñas, en algún modo, anticipa la de Rivera). En esa solapa, Viñas escribía sobre las solapas como género literario: “La solapa es la prolongación de la obra y donde el autor indirectamente muestra cómo quiere ser visto. La solapa, pues, es la imagen que de sí mismo propone el autor. Sin embargo, en un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada forma, pero como si esa perspectiva fuera totalmente espontánea”. Desde sus libros, la imagen pública que Rivera vino proponiendo no está sólo cifrada en los datos biográficos: extracción proletaria, clandestinidad, y en consecuencia el militante Marcos Ribak necesita el “nombre falso” de resonancia criolla como resguardo de la identidad clandestina en peligro. Esa imagen también la construyó Rivera desde las fotos que muestran sus libros: el ceño adusto, una mirada que busca ser penetrante. Hablo de la construcción de una imagen que se extiende complementaria de una marca de escritura: la influencia reconocible de los norteamericanos: Faulkner, en primera fila (que una de sus nouvelles se titule “En el profundo sur” constituye algo más que un homenaje, una seña)  y ¿por qué no?, la herencia hard-boiled de Hammett y Chandler. En el prólogo a sus Cuentos escogidos, Guillermo Saavedra afirma: “La consagración, se sabe, suele ser una forma sinuosa del malentendido”. Pero, ¿cómo desarticular el malentendido, cómo indagar de qué manera los datos que el autor proporciona de sí, pueden ser su escritura? ¿Qué tiene que ver el autor con  la “imagen”, una “imagen” que, en tiempos de vulgata marketinera  no sólo elabora el aparato publicitario de la editorial  sobre su producto, el  libro? ¿En qué medida el autor no está orientando una lectura? La cuestión del malentendido estaría centrada no sólo en cómo leer a Rivera sino en cómo leer a Rivera a través de la imagen de sí que él mismo propone.
En “La paz que conquistamos”, cuando su amante lo llama “intelectual de mierda”, el protagonista le devuelve: “No tanto, por favor”. Después, acota: “O ni siquiera eso; apenas un glosador de reminiscencias ajenas, accidentalmente nacido en este país.” En una encuesta realizada por el Centro Editor de América Latina en 1982, Rivera declaraba: “Nací en una familia obrera, que consideró siempre a la cultura como un instrumento de emancipación”. En lo público, Rivera se muestra entonces sosteniendo dos posiciones antagónicas: 1) ya sea plantándose con un aire duro (en las fotos) que contradice lo libresco (y acá vuelvo a lo que dice su personaje: la literatura como puta vieja, el descrédito de asumirse intelectual) y 2) por otro, rescatando los libros tanto al considerarlos como instrumento de emancipación como al escribirlos. Cabe preguntarse entonces acerca de la contradicción. O, más bien, del malentendido como provocación.
Había un gesto patético de Sabato en su recelo declamatorio de la ciencia. De ese recelo al oscurantismo pseudo romántico, un paso corto. Sabato, con este gesto, consolidaba su imagen de portero del idealismo en oposición a lo material (la ciencia, la tecnología, etcétera). Este maniqueísmo espiritualista vendría a ser la antítesis de lo que Rivera proponía: lo material, el cuerpo, la experiencia, frente a aquello que es residuo de idealismo burgués (la literatura, por ejemplo). En espejo, los gestos de Sabato y Rivera son simétricos. La diferencia entre ambos reside en que, a diferencia de Sabato, Rivera, contradictorio, problematizado por la acción revolucionaria, no suspiraba por el Premio Nobel ni por los aplausos docentes, y era ya, al margen de sus actitudes y exabruptos, uno de los escritores veteranos más notables de nuestra literatura. No es su escritura, acá, lo que está en discusión. Lo que intento señalar es el doble discurso con que el Rivera consagrado envasó su escritura: el “nombre falso”, la aspereza, esas cualidades de lobo estepario que desacreditaban la literatura (porque la realidad es irreproducible) en comparación con una épica de la realidad (la militancia riesgosa, la obra social). El gesto no era, no es nuevo. Onetti (para usar un verbo borgeano:) supo “fatigarlo”. Rivera replicaba el gesto. Pero un gesto no es mucho más que un ademán. Y si lo que Rivera pretendía reivindicar como prisma para ser leído era la acción, su acción era la escritura. Afortunadamente la escritura, a pesar de su presunta autonomía, siempre se ocupa de desmitificar aquello que los autores piensan, no sólo de sus libros, sino de sí. Y Rivera perdurará no sólo como marca de estilo. También por la complejidad ideológica que un estilo implica.
A esta altura, “malentendido” mediante, sin duda, Rivera quedará como una de las voces mayores  de la literatura argentina. Decirlo otra vez, a propósito del obituario, resulta, por lo menos, una obviedad.  Se ha dicho a menudo que la suya es una voz que opera persiguiendo modulaciones en una lengua entrecortada, que con sus inflexiones busca reflejar el jadeo físico. Jadeo es otra calificación que ha salido mucho con motivo de su ritmo. Y es en este recurso expresivo, el jadeo, donde Rivera, emulando en la escritura la respiración entrecortada, suele retroceder un paso, apenas unas líneas, toma envión, machaca y redondea lo que le importa decir. En concreto: Rivera entiende la escritura desde el cuerpo de sus personajes. En este mecanismo, el retroceso y el avance inmediato, consiste también su proyecto narrativo: volver al pasado para leer el presente. Rivera lo afirma textual en Para ellos, el paraíso y otras novelas: “Hay libros que dibujan el presente, cuando hablan del pasado”. 
Su literatura se empecina subrayando en la corporalidad lo que puede haber de cómplice con el poder en el hecho de escribir. La lengua, se infiere, balbucea y revisiona el porqué de una derrota y pone en entredicho las palabras. A menudo en sus relatos hay pensamientos, relampagueos críticos, que enjuician el quehacer literario como distracción burguesa, mero jugueteo banal que no aporta al cambio histórico. En varias de sus ficciones, Rivera manifiesta esta tirantez entre acción y literatura, dilema persistente que surge, como constante,  en su escritura. Otro ejemplo: “La ficción es una mentira que se acepta”, escribe en el relato “Apuestas”. Tal, puede suponerse, su concepción de la literatura. Pero corresponde aclararlo: su ficción suele contener más verdad que cualquier historia oficial.  
En este punto es lícito recordar que en más de un debate Rivera ha planteado, terco, con sus modos de rudo pasado militante y la voz gruesa, provocador, que la literatura no modifica en nada un sistema regido por la injusticia. Más allá del discutible tremendismo de su aseveración y, a la vez, concediéndole a la literatura sus  valores propios, puede aducirse que así como a la literatura no se le puede pedir la revolución, tampoco se la puede esperar de la convicción militante. Lejos de ampliar la interpretación de su obra, este maniqueísmo, el divorcio entre la escritura y la acción, podría bloquear su lectura. Conviene, con más sensatez, definir a qué clase de literatura y de militancia alude el narrador. En sus intervenciones públicas, la actitud desconfiada acerca de su práctica como palanca de cambio subraya una coherencia si se recuerda que Rivera se comprometía en la acción de un centro comunitario en uno de los enclaves más pobres de Córdoba. Desde la visión descarnada y concreta de la mortalidad infantil, de la delincuencia inexorable de la infancia marginada, Rivera ha legitimado su ferocidad en los debates remitiendo al  Sartre que afirmó que La náusea carecía de valor frente a un chico del Tercer Mundo muerto de hambre. Desprendido de la militancia de izquierda en la que se templó, Rivera se trasladó a la gestión de un centro comunitario en Córdoba, un escenario de miseria. Allí, anclándose en el substrato más infra, narró la desigualdad social. “Escribo en el eco de un revuelta”, anota en “Datos para el olvido”, prólogo de Para ellos, el paraíso y otras novelas. Habría que marcar entonces una búsqueda individual en la que el trabajo social  se complementa en el traslado a la escritura de la violencia política, tanto en las alcobas del sistema y el autoritarismo como en las tragedias de militancia en que se formó. Una hipótesis: apartado de la militancia, al escritor no le quedaba otro ámbito que su  fusión, en un acto tolstoiano, con los humillados y ofendidos y, desde este escenario, procede su narrativa. Así, desde la miseria, un frente, quizá se debe comprender y habilitar su crispación. Estas cuestiones se suelen eludir, con frecuencia, en los acercamientos a su literatura. Sin embargo, es bueno admitir que estos cuestionamientos no son moco de pavo en una época donde las discusiones literarias suelen formularse en discursos de tendencias de la liviandad. El caso Rivera, su persistencia en la orfebrería de escritura (arrancándole la noción de “bello estilo” a la derecha, Borges como modelo) y sus contradicciones personales refieren un desgarramiento de sinceridad inusual. La literatura puede no aportar, en lo visible e inmediato, a cambios sociales, pero tampoco es un oficio gratuito. Que un escritor consagrado, pasados los setenta años, se aislara del previsible confort del integrado y propusiera estos elementos a una discusión que nunca ha sido sólo literaria, adquiere ahora un fuerte sentido político, infrecuente, que vale homenajear.