ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

sábado, 29 de enero de 2011

REENCUENTRO DE ESCRITORES EN VERANO

Escritos, producciones, presentaciones de libros, revistas de literatura; son algunas de las actividades que piensan continuar realizando durante 2011, el grupo de escritores que se reúnen en San Miguel, una vez al mes

Jorge Rivelli ( poeta, director de la revista de poesía OMERO) y Horacio Juárez (psicoanalista y escritor)


Alejandra Mendé (escritora e integrante de CONABIP) y Julio Azzimonti (escritor y editor)


Horacio Juárez y Daniel Godoy (escritor, creador de revistas 'subtes')


(de izq a der) Rivelli, Juárez, Godoy, Liendro, Mendé, Azzimonti



Julio Azzimonti, Carlos Liendro, Horacio Juárez
Nuevamente reunidos para los proyectos y encuentros de 2011

lunes, 17 de enero de 2011

RICARDO PIGLIA

"Respeto mucho la palabra 'militancia' que ahora parece recuperada"


Para Piglia, la familia es una especie de microsociedad con cientos de historias épicas. De allí nacen sus ficciones. || “Miro con mucha atención la reivindicación de ciertas tradiciones militantes”, dice Ricardo Piglia. (TELAM)

Otras notas

  • Orlando Barone nació en 1941, en La Boca, y en uno de los grandes emblemas barriales, la Bombonera, terminó escribiendo las leyendas para los murales de Pérez Celis con un sólo pedido: “No pongan mi nombre, lo más lindo que hay es el anónimo”. Así fue: y allí quedaron para siempre las palabras para su equipo como sentenciadas por todos. Sin embargo, todavía se emociona al recordar la primera vez que fue con su nieto a la cancha y le dijo que el que había escrito eso era él, el abuelo.
  • El docente tiene que plantearse leer en el aula. Y para leer en el aula hay que abrir el libro. No hay otra cosa. A mí lo que me provoca dolor, es el docente que no lee en el aula creyendo que los chicos después no van a leer. Y ahí me parece que está la ruptura más grande, lo que hay que solucionar. Puede ser que no lean, pero también puede ser que lean. Nadie lo sabe. Nadie sabe qué va a pasar con esos chicos cuando terminan la escuela. Entonces hagamos esto ahora: leamos en clase”, plantea Ángela Pradelli, con un tono armonioso y un fraseo sereno que no endulza la urgencia de sus palabras.
  • En 2006, Miguel Ángel Molfino todavía vivía en México, pero con la decisión tomada de regresar a la Argentina. Y la Argentina, para Molfino era el Chaco, ése que había adoptado como su lugar. Pero quería volver con una novela terminada. ¿El motivo? Él mismo lo explica: “Al llegar me iba a pasar un año entre reuniones y asados con amigos y familiares, y la escritura se postergaría quién sabe hasta cuándo”. Entonces, Molfino la escribió en sus últimos seis meses mexicanos. El resultado fue Monstruos perfectos, que acaba de publicar.
  • Después de leer dos libros de Puig, sé cómo hablan sus personajes, pero no sé cómo escribe Puig, no conozco su estilo”, dijo alguna vez Juan Carlos Onetti tratando de desmerecerlo. Por supuesto que nunca existió en la historia de la humanidad una objeción tan consagratoria. Lo trató de folletinero y sí, Manuel Puig hacía apología del folletín como género –“El inconsciente está poblado por el folletín”, había dicho–. Así es como el escritor más enamorado del cine se valió del folletín para desnudar la mitología pequeñoburguesa de la sociedad en la que vivía.
  • Había estado de visita en Brasil y partía hacia Italia, con un breve alto de apenas un par de días en su casa de la isla de Lanzarote. Así, a las corridas, era la vida del escritor portugués José Saramago aquel lunes 23 de agosto de 1999. Así, corriendo, vivía desde que había obtenido el premio Nobel de Literatura unos nueve meses atrás. Su vida se había transformado en una rutina de actividades que le impedía trabajar en su nueva novela.
  • Año 1979, la conducción nacional de Montoneros lanza la Contraofensiva y cientos de militantes que están en el exterior se preparan para volver al país.
Ricardo Piglia nació en Adrogué en 1940. Tiene publicadas cuatro novelas (Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno), tres libros de cuentos (Nombre falso, La invasión y Prisión perpetua) y textos teóricos: Crítica y ficción, Formas breves y El último lector. Es profesor de literatura latinoamericana en Princeton. El origen de sus ficciones, sus compromisos políticos y la visión apasionada de la actualidad.
Palermo, lo que Ricardo Piglia llama Palermo y cualquier otro denominaría Recoleta o Barrio Norte, es, a las 3 de la tarde, un hervidero de gente que va de un lado al otro deteniéndose un segundo en una y en todas las vidrieras. Cuando abre la puerta de calle y, luego, diez pisos más arriba, la de su estudio, se comprende por qué Piglia dijo “Palermo”. Es el mismo Palermo de décadas atrás, de la charla con tiempo, sin poses ante supuestas cámaras de televisión ni falsas expectativas. Es Piglia, un plato de cerezas, dos vasos y una jarra con agua helada. Y una disposición a contar que, tomando como excusa la salida de su última novela, Blanco nocturno, dispara todas las historias.
–Usted dijo que en Respiración artificial quería escribir la historia de un tío y que en Blanco nocturno contó la historia de un primo. O es un enorme mentiroso o tiene una familia fantástica.
–Todas las familias son fantásticas si uno lo piensa un poco. Mi madre tenía 12 hermanos. Y allí se repetían cosas que uno encuentra en cualquier familia: el tío que se va, la muchacha rara, figuras que el propio relato familiar construye. La familia es también como una especie de microsociedad donde siempre hay historias épicas. De manera que si tuviera que contar todas las historias que circulan en mi familia no me alcanzarían varias reencarnaciones. Claro que algunas de esas historias son miscroscópicas.
–¿La del tío que se va, por ejemplo?
–Exacto, Respiración artificial . Yo tenía un tío que había tenido una historia con una muchacha y había dejado a la mujer. La cosa es que después, al escribirlo, el personaje va cambiando. Pero para mí el punto de partida de una novela es un personaje.
–¿Sin principio, sin frase final?
–Nada, ni siquiera tengo trama. Tengo un personaje, en Respiración..., mi tío: alguien que hacía un corte y no se sabía más de él. Blanco nocturno es la historia de un primo por parte de mi padre. El tipo puso una fábrica y la cosa no funcionó, pero él no lo aceptó y se quedó ahí adentro. Siempre pensé que tenía que escribir alguna historia con él. La cosa es que la novela va hacia él, es al revés de lo que uno puede imaginar. Hubo varias versiones. En algunas, la historia empezaba con él. Pero en la definitiva, terminé por ir a buscar la historia que quería contar. Como si fuera construyendo un relato que avanza hacia donde me parece a mí que se concentra la historia.
–¿Por qué?
–No sé, no lo hice de forma deliberada, son modos. A mí me interesa mucho que el relato tenga una dirección, porque como después prolifera, interiormente me interesa que el relato vaya hacia algún lado, aunque sea de un modo hipotético.
–Usted anunció esta novela hace varios años, pero la escribió en poco tiempo. ¿Qué ocurrió en el medio?
–Yo tomo siempre muchas notas, muchas pequeñas investigaciones, cosas que voy anotando a medida que imagino que estoy escribiendo una novela. Hasta que después empiezo a escribirla de verdad. Escribo una versión, la dejo, la retomo. Son modos, métodos de trabajo que ni siquiera planeo y son muy difíciles de cambiar.
–¿Es consecuente con sus métodos?
–Totalmente, se me impone un hábito, una forma de escribir. Mejor dicho, me doy cuenta de que en un personaje, en una historia o en una situación hay algo que me interesa. Si no, no tendría sentido decidirse a escribir un libro. Tiene que haber algo que uno no entiende bien. Ese enigma que a uno le produce un efecto sentimental.
–El primo de la fábrica...
–En este caso había una relación de mucho afecto y mucha admiración por mi primo. Claro que son cuestiones que después en la novela se diluyen; pero son importantes en el arranque. La familia como una especie de laboratorio de historias.
–¿Lo divierte su familia?
–Mucho. Mi familia es como una especie de modo de narrar que consiste en que todo se justifica. Por ejemplo, si hubiese un asesino serial en la familia mi madre diría “y bueno, siempre fue un poco nervioso”. Nunca se juzga a nadie, incluso en situaciones muy extremas. Es una especie de código narrativamente fantástico. Nunca nadie es condenado, siempre hay algo que lo explica, que justifica las peores canalladas.
–¿Por eso en sus novelas nunca hay grandes culpables?
–Puede ser, no lo había pensado. Pero es que hay flujos, fluidos, cosas que se construyen desde el imaginario de cada uno. Y eso le pasa a todos, no sólo a los escritores: todos vivimos en un mundo de historias. Y esas historias muchas veces tienen que ver con esos nudos que están ligados a la infancia. De allí sale el personaje de Luca, ese primo que en la familia llamaban “Chiquito” y medía como dos metros. Un personaje con una serie de elementos enigmáticos.
–Enigmáticos y desaforados: escribe los sueños en las paredes de la fábrica. Algo que hasta podría tildarse de exageración narrativa.
–Y era así: escribía los sueños en las paredes. Y más: también es cierto que tenía un patio interno que llenó de yerba usada que iba vaciando de los mates y que el patio terminó pareciendo un prado. Pero la novela transforma todo ese nudo real. Por eso creo que fui hacía ahí: era muy difícil narrativamente empezar tan arriba.
–Otro que entra tarde en la novela es Emilio Renzi, su alter ego.¿Es posible pensar una narración suya sin ese personaje?
–Al principio no pensaba meterlo. Pero siempre me siento narrativamente más cómodo si aparece una perspectiva que da una versión diferente de lo que se está narrando. Renzi aterriza en la trama como si no tuviera que ver con la construcción de la historia. Es como un segundo narrador.
–Un narrador que nunca envejece...
–Es cierto.
–¿En qué edad Emilio Renzi es Ricardo Piglia?
–En esa edad en que está siempre, ese momento en que todavía no sabe qué va a hacer, 25 ó 30 años, un momento de mucha circulación, de muchas pasiones simultáneas, de muchos intereses. En realidad, casi todos los personajes narrativos importantes de las novelas que leemos son de esa edad. En el caso de Emilio Renzi, viéndolo así, sería un personaje que se quedó en los ’60, digamos.
–Bueno, zafó de la consabida consigna “se quedó en el ’45”...
–Avanzó unos quince años, sí, muy bien el tipo.
–¿Prefiere los ’60 a los ’70?
–Sí. Los ’70 son un efecto múltiple y no previsto de la manera en que eso sucedió.
Recién arrancada Blanco nocturno, en la cuarta página, el comisario Croce (uno de sus personajes) dice, hablando del asesinado Tony Durán: “...era distinto, aunque no fue por eso que lo mataron, sino porque se parecía a lo que nosotros imaginábamos que tenía que ser”. Palabras más, palabras menos, el planteo de la otredad que hace Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. Tomar los ’60 como paradigma, ¿es tomar como modelo el rol de un intelectual como Sartre?
–Por supuesto. Ahora, ¿en qué consistiría ser ese intelectual? Escribir sin buscar el reconocimiento inmediato ni un efecto de celebración instantánea. Escribir sabiendo que allí hay algo de ruptura. Eso supone relaciones con la tradición literaria, con la política, con ciertas estructuras definidas. No creo que ese tipo de intelectual haya desaparecido, más allá del cambio en los contenidos de intervención.
–¿No sería mejor del cambio en el mercado que busca otro tipo de intelectuales?
–En la escena general, los intelectuales parecen estar en una situación de repliegue extremo o de sustitución por los periodistas. Muchos intelectuales van a parar a ese lugar que se llama “opinión” en las secciones de los diarios. Antes, esas posiciones eran más autónomas.
–¿Más militantes?
–Yo respeto mucho la palabra “militancia”, palabra que ahora parece haber sido recuperada. Aunque nunca tuve una relación orgánica con los grupos políticos, tenía relaciones, conversaciones muy interesantes. Y, habitualmente, volcaba mi militancia en hacer revistas. Antes de la aparición de ERP y Montoneros, los intelectuales eran convocados para hacer política en su ámbito. Y es algo que sigo defendiendo. La política estaba ligada a prácticas específicas de los individuos, no se trataba de que todos, como pasó luego, se proletarizaran o tomaran las armas. En esa época, el tipo de relación que podía tener un intelectual o un escritor con la política era siempre mucho más respetuosa de la especificidad. Después, claro, en la especificidad había mucha discusión. Miro mis libros y no veo signos de lo que podía estar de moda en la discusión de izquierda en el momento en el que los escribía.
–¿Entonces?
–Escribía lo que me parecía que tenía que escribir y me divertía. Ellos me decían hay que escribir “una” novela y yo les decía que me la trajeran, así la copiaba. ¿Cómo sería esa novela?, les preguntaba. Y no me podían encontrar ninguna. ¿Que podían traer, La condición humana, de Malraux; la primera novela de Semprún donde ese mundo de la militancia política revolucionaria aparece con fuerza; algunos cuentos de Andrés Rivera? No era necesario ser comunista para escribir una novela como La condición humana, había que ser Malraux. Aclarado esto, yo tuve al principio, cuando llegué a la Universidad, relaciones con el grupo Praxis, que estaba ligado a Silvio Frondizi. Allí hice, en 1963, la revista Liberación. Estaba cerca de Carlos Astrada, la dirigía Speroni que era un dirigente sindical de la época del entrismo del trotskismo. Le hice entrevistas a Portantiero, a Sebreli, a Rozitchner, aquellos con los que me parecía que una revista tenía que tener conversaciones. Trataba de llevar a la discusión política cuestiones que también tuvieran que ver con discusiones culturales específicas. Eso fue una etapa, después estuve sin una conexión directa y entonces apareció el maoísmo. Un tipo de crítica a la construcción siniestra del stalinismo que no venía de las posiciones trotskistas, siempre un poco voladoras, ni venía de la crítica de los ex comunistas que eran tipos muy respetables pero con los cuales uno no terminaba de entender para quién jugaban. La caracterización de Mao sobre los soviéticos como imperialistas abrió un espacio de discusión nuevo. En ese momento, entro en conversaciones con la gente de Vanguardia Comunista: Elías Semán, Rubén Kriskautsky, a quienes les dediqué Respiración artificial , hoy dos detenidos desaparecidos. Primero hicimos una revista que se llamaba Desacuerdo, porque estaba contra el Gran Acuerdo Nacional de Lanusse. Después hicimos Los Libros, que en un principio tenía más autonomía. Luego, la política la cruzó de tal manera que empezó a cambiar su perspectiva y al final sí terminó muy comentada con grupos básicamente maoístas y del Peronismo. Y mi intervención termina con la primera etapa de Punto de vista.
–Pero todo arrancó con Silvio Frondizi...
–En La Plata. Silvio Frondizi iba a enseñar ahí, daba un curso de Historia Moderna. Y hacía unas intervenciones en la discusión histórica junto a Milcíades Peña, ligados a lo que había sido el trotskismo originalmente en la Argentina. Y también la ligazón con el cambio de perspectiva de los modelos revolucionarios que pasaron de clase contra clase a las luchas anticoloniales. El maoísmo, los vietnamitas y los cubanos le dieron un viraje a la discusión de la izquierda. Y ése es un poco el marco de los ’60. Un marco de discusiones donde cultura y política estaban planteadas de muchos modos. Uno de esos modos reflejaba que el intelectual no era un tipo que hablaba de cualquier cosa. Sartre intervenía en la discusión y en el plano donde él podía intervenir. Eso funda una tradición importante: la de cómo llevar adelante una producción literaria manteniendo una relación que no aparecía afectada directamente por los encargos de la historia. Una vez, yo estaba dando un seminario sobre Borges en la Facultad, en Puán, y un chico del trotskismo dijo “vamos a parar la clase porque aquí hay una elección y nosotros queremos que nuestro partido...”, etcétera. Y yo le dije que no tenía ningún problema si me decía que opinaba su partido sobre Borges. El pibe salió corriendo. Por supuesto que era una provocación mía como diciendo “ustedes vienen a hablar de qué, ¿de lo que ya sabemos?”. Esa relación tiene mucho que ver con los distintos modos de entender el proceso político entre 1960 y 1982.
–Nuevamente el rol del intelectual...
–Un rol que estaba sintetizado en la frase de Guevara cuando le preguntaron qué tenía que hacer un intelectual y él dijo “yo era médico”. Es decir, el intelectual tenía que agarrar el fusil. Aún hoy cuesta entender que se entrara en esa onda sin una capacidad crítica respecto de cómo había que discutir esos problemas y cómo había ámbitos de discusión que no tenían por qué resolverse, exclusivamente, de ese modo.
–¿Es un pase de factura a tipos como Rodolfo Walsh?
–No, no es un pase de factura, es un enigma, como ocurre con Gelman. Primero, es un enigma la peronización. Fue muy sorpresiva la peronización sin una actitud crítica, poniendo blanco sobre negro lo que verdaderamente debemos valorar del peronismo. En el caso de Walsh, me parece que él trato siempre que su práctica fuera lo que lo identificaba: hizo el periódico de la CGT y después conformó los grupos de información alternativa. Esos son grandes aportes. Y la Carta Abierta a la Junta, claro. Esa carta es lo que es porque está escrita cómo está escrita. Es un ejemplo de la inutilidad de la retórica de izquierda. Un ejemplo de cómo hay que escribir un discurso político. Es una intervención sobre las mentiras del periodismo, sobre las mentiras de los medios, pero también es un ejemplo para saber cómo hay que probar lo que uno dice. Tratemos de estar a la altura de lo que es decir algo por escrito para decirlo como Walsh. El caso de Walsh me parece muy complejo: es alguien que siempre estuvo muy atraído por la acción en el sentido más pleno. En ningún sentido es un pase de factura.
–¿Hay ecos de aquella peronización en esta vuelta a la militancia?
–Miro con mucha atención la reivindicación de ciertas tradiciones, la presencia de la gente joven participando. Pero una cosa es tomar al peronismo como un cuerpo político en la disputa de los sectores tradicionales, un punto de referencia importante en los conflictos que se dan en el interior de los modelos posibles de construcción y otra asumirlo como un modelo revolucionario que todo el mundo debe seguir y, además, entusiasmarse con la idea de que Perón los está guiando o siguiendo. Es muy fácil decirlo ahora, pero eso es lo que me parecía inocente desde el punto de vista político en los primeros ’70. Dicho esto, no me parece el mismo asunto. En aquel momento ir hacía el peronismo estaba conectado con la idea de que allí estaba el verdadero movimiento. Cualquiera que tuviera un poco de experiencia política sabía lo difícil que era convencer de que la cuestión de la estrategia guerrillera era muy contraria a la lógica del peronismo de movimientos sindicales y luchas obreras.
–Exactamente desde el 3 de marzo de 1957, usted lleva un diario personal. ¿Va volcando todas estas cosas allí o son anotaciones con sus perplejidades como narrador?
–No, son perplejidades, sí, pero con respecto al presente y señales o rastros que dejo para adelante. El diario es un registro muy aleatorio de algunas discusiones en las cuales intervenía y que, en su momento, fueron muy intensas. Tengo la formación política de aquella época y aquella tradición: la idea de pensar que nuestra alternativa era la verdad en lo que pretendíamos como política y que lo demás era una especie de confusión a la que nosotros mirábamos con cierta distancia irónica. Y también con imposibilidades, porque eso disfrazaba el hecho de que teníamos escasa intervención. Estos grupos caminaban paralelamente a lo que estaba pasando y construían una teoría diciendo que eso era muy importante. En aquel momento había como un horizonte de posibilidades que hacía posible que un intelectual de izquierda viviera todo el tiempo hablando de política y nunca refiriéndose a lo que estaba pasando en lo cotidiano ni a saber quién era el intendente.
–¿Y ahora?
–Me parece que lo que está pasando ahora es una prueba de que se puede intervenir en la política con posiciones que podríamos llamar de izquierda o progresistas y negociar con individuos con los que uno no tiene ningún interés en negociar y que eso forma parte de la política práctica de alianzas.
–Pero hay una diferencia profunda, al menos con los ’90, donde era muy fácil pertenecer al progresismo y allí, en ese espacio, se daban cita quienes hoy se transformaron en irreconciliables....
–No es diciendo “el enemigo” que aparece el enemigo. Pensando en el viejo estilo, me parece que 2001 fue un punto de transformación importante; creo que es una tradición de políticas y economías que desde 1955 hasta 2001, con breves intervalos, trataron de arrasar este país. 2001 supuso una crisis grave y esa crisis grave creó condiciones para situaciones impensables en otro momento. Si uno mira los conflictos políticos en la Argentina con los criterios de larga duración puede decir que en 1955 se produjo un corte que tenía como objetivo poner a la Argentina en otro sistema, en otro plan, en otro tipo de experiencia política y económica. Y que eso persistió con distintos tipos de manifestaciones políticas hasta 2001, donde se produjo un quiebre profundo. Esa crisis generó condiciones que yo entiendo mejor en el plano cultural. Allí veo cómo esas crisis produjeron en el ámbito cultural muchos modos alternativos. Me parece que se terminó con la idea de una cultura que solamente puede funcionar en condiciones de riqueza. Eso no quiere decir que no haya que insistir en las necesidades de financiación, pero lo mejor de la cultura argentina empezó a funcionar por afuera de esa lógica, arreglándonos con lo que hay y fue y es muy productivo todo eso. Lo mejor de la cultura se construyó en el interior de “hacemos lo que podemos”, la gente de Eloísa Cartonera, las chicas de Belleza y Felicidad o el grupo de Jacobi, cosas que empezaron a funcionar con una lógica que no era la de estar en la línea central de la cultura, sino de estar donde se está, a la intemperie.
–¿Y en el terreno político?
–Me parece que en la política también se produjo algo que, quizás, explique ese hecho extraordinario de que Néstor Kirchner fuera elegido presidente en 2003. Escuché su primer discurso, al asumir, cuando yo estaba visitando a mi madre en Mar del Plata. Y me impresionó mucho lo que estaba diciendo. Él empezó a decir cosas que eran nuevas, “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo”, cosas que no se decían y que no decía un presidente. Y eso creó un cierto interés en el desarrollo de esta cuestión. Eso fue como un renacimiento de la política entendida como algo que no es solamente un mundo de canallas que buscan la especulación.
–Se toma un año sabático y lo vivirá en el país. Es un año duro, con elecciones, con una pelea fuerte por uno u otro modelo. Un año donde no parece que un cuaderno o dos le alcancen para anotar cosas en su diario. ¿Piensa publicarlo en algún momento?
–Puede ser, pero en realidad yo prefiero intervenir en modo menos inmediato, no me gusta el tipo de intervención al boleo. Posiblemente empiece a publicar lo que estoy volcando ahora en mis diarios personales. No quiero repetir una experiencia que valoro en otros pero que no me interesa mucho que es escribir una columna y tener que estar atento a ella. La intervención tiene que partir de lo propio para que tenga sentido. Me gusta la gente que habla de lo que sabe, sean pescadores, jugadores de fútbol o albañiles. Después, hay discursos colectivos generales que están muy bien y que tienen otra función. Pero hay que escuchar a los que hablan de cosas que conocen porque las hacen. Es por ahí por donde la cosa empieza a tener sentido.

Vargas Llosa y el liberalismo

Por Horacio González *

No es fácil reprobar el liberalismo si lo vemos en el largo ciclo de gestación del mundo moderno. Sentimos esa dificultad aun ahora, cuando todavía se lo invoca bajo el criterio tradicional de la intangibilidad del individuo frente a la “razón de Estado” o ante los poderes corporativos. El caso de Robert Cox y su ejemplar actuación al frente del Buenos Aires Herald en los años ’70 sirve para evidenciarlo. Por supuesto, mirado el liberalismo a través de su evolución contemporánea, aparecen rostros suyos ya no tan decorosos. Especialmente, el de no ser más una ética de la responsabilidad política sino el último refugio de las más crudas derechas económicas. Desde esos cortinajes emanan las críticas a las políticas públicas, a las intervenciones razonadas del Estado, a los populismos social-democráticos y a los socialismos épicos del siglo ya transcurrido. Ya sea porque el liberalismo se convierte en un pretexto para exhibir mutiladas fórmulas conceptuales en sociedades que requieren nuevas armazones institucionales, ya sea porque las instituciones de la civilización son instrumentadas para acunar nuevos despotismos económicos, el liberalismo es una palabra remanente, vencida. No lo ha derrotado ejército alguno. Es víctima de sus propias inconsecuencias: no dice ya lo que su significado remoto quiere decir, ni quiere decir ahora lo que en sus historias antepasadas había significado.
Pero una situación interesante se presenta en relación con la obra de Mario Vargas Llosa. Su última novela, El sueño del celta, contiene un breviario del credo liberal de quien la escribe, a la manera de una novela de tesis pero, como veremos, invertida. Es la historia de un personaje históricamente existente, que se situará en los antípodas de ese mismo credo. En verdad, Roger Casement, en su dramática conversión desde su papel de cónsul humanitario del Foreign Office a diplomático prominente del ejército de liberación irlandés, nos sorprende como una figura fanática, un militante iluminado y cercano a un orden sacrificial, tal como los que Vargas Llosa acaba de condenar en su discurso de aceptación del reciente Premio Nobel de Literatura.
El novelista premiado condena; pero el novelista sumergido en la penumbra de su gabinete literario traza de manera honrosa el via crucis de su personaje. ¿Cómo pensar esta discordancia? Ya Vargas Llosa, que ha pulido para alivianar en sí mismo todo lo que había recibido de Faulkner, Flaubert o Conrad, lo ha explicado muchas veces. La novela moderna nace del distanciamiento de los autores respecto de sus personajes, produciendo una voluntaria e irónica suspensión del juicio moral que fundamenta el oficio mismo del escritor.
Vargas Llosa se ha informado en bibliotecas y archivos para construir la historia de Roger Casement, biografía trágica de la insurgencia irlandesa a comienzos del siglo XX. Su periplo afiebrado, propio de un poseído, es seguido por Vargas Llosa con su trabajo bien probado de novelista. Ciertamente, no deseamos ser quienes al discutir con él neguemos sus destrezas. En el Congo belga y en el Amazonas peruano, los informes de Casemet, obtenidos a partir de grandes escenas de ludibrio y suplicio, cumplen con la premisa del personaje tan exaltado como piadoso. Fulmina a los representantes europeos del colonialismo y los empresarios vernáculos que sostienen con formidable hipocresía una fachada empresarial con sede en Londres y, simultáneamente, feroces técnicas de servidumbre en el interior de las selvas y posesiones de ultramar.
Pero aquí hay una primera observación a realizar, que Vargas Llosa deja flotando: el hechizado Casement, ciertamente con el apoyo de la diplomacia inglesa, pone la denuncia a los explotadores colonialistas en el gesto primordial de su acción. Esto originará quiebras empresariales, abandono de poblaciones, pérdida de espacios económicos que podrían ser sometidos a otras ocupaciones tanto o más siniestras. Cualquier tema que asuma el fanático, aun el que sea justo de toda justicia, puede provocar peores efectos que los que contribuiría a evitar. Implícita moraleja liberal: cuidado al intentar impedir los males, podemos agravarlos.
¿Era entonces la manera correcta de proceder? Casement tiene inclinaciones mesiánicas. Sus elecciones morales son las adecuadas, pero las consecuencias de su acción son las producidas por un verdadero “fundamentalista”, concepto que Vargas Llosa no emplea pero ha surgido de la fragua contemporánea de la conciencia liberal aligerada de densidades históricas. La lección de Vargas Llosa –no del novelista sino la del hombre de profesión de fe liberal– sería equiparable a la de quien se indigna por la esclavitud moderna pero no aceptaría un denuncismo desatinado que no mida las consecuencias de su denuncia. Pero no es esto lo que está planteado en la literalidad de El sueño del celta. Vargas Llosa está genuina y ficcionalmente amarrado a su personaje y lo necesita extremista, en su oficio de ángel revelador de todas las penurias humanas, para justificar luego la plena asunción por parte de Roger Casement de la causa de la Irlanda irredenta.
Es ahí, ya convertido en un nacionalista radical, que mostrará su veta fundante, una militancia alucinada en un momento histórico singular, a la que es llevado por haber asimilado la situación de opresión en el Congo y el Amazonas con el avasallamiento que ejerce Inglaterra sobre Irlanda. Casement era partidario de asociar la insurrección irlandesa de 1916 a las operaciones del ejército alemán contra Gran Bretaña. Son temas que difusamente arrastran, con algunos ecos sofocados, ciertos nombres argentinos. Allí están las obras de Scalabrini Ortiz, de los hermanos Irazusta, el nacionalismo antibritánico, desde luego, y la veta “irlandesa” de la política nacional, un Walsh, un Cooke, y por qué no el coqueteo “irlandés” que realiza el “probritánico” Borges en Tema del traidor y del héroe, al que sin duda Vargas Llosa rinde tributo.
Una segunda cuestión es entonces la conversión de Casement desde su condición de agente humanitario del Imperio, en el límite del escándalo, hasta tornarse representante juramentado del Alzamiento protagonizado por la Hermandad Republicana Irlandesa. Si su ultrismo de denunciante de la explotación colonial dejaba consecuencias heréticas para los Imperios, su tesis de la alianza con la Alemania del Kaiser tenía sus dilemas, aun para los cenáculos iluminados por el santoral político de los partisanos de Dublín. Dijimos que la novela de Vargas Llosa sería asemejable a una tesis vista por el revés: el fracaso de la iluminación mística lleva a que la conciencia liberal sea la salida política para el mundo. Pero no sólo no lo dice así, sino que sus personajes, como en casi todas su novelas –basta recordar la Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo, Pantaleón y las visitadoras, la misma Conversación en la Catedral–, son sujetos inocentes que poco a poco ascienden a la cima de un poder que es sectario y demoníaco. Son tratados, sin embargo, a la luz de la empatía que les presta el novelista, aunque luego en sus foros liberales a éste le será fácil enviarlos al cadalso. Si esto es posible, entonces se resienten sus propias novelas, posiblemente ya engendradas para que el ciudadano liberal cosmopolita Mario Vargas Llosa condene los temas y personajes de las novelas del escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Lo que tienen de tesis las novelas de Vargas Llosa, entonces, suele estar menos en sus propios desarrollos que en los actos políticos del liberalismo un tanto fanatizado del escritor en tanto ideólogo –pues con alguna compensación personal tenía que contener su sinuosa predilección novelística por esas almas extremas, atormentadas–. Bajo el peso de sus mismas inmolaciones, ha condenado en el tribunal del Premio Nobel a los sediciosos utópicos, a los cándidos militantes, a los obcecados revolucionarios al borde del escepticismo, que son sus polichinelas y esperpentos, a fin de mostrar un liberalismo universalista, munido de un sumario antitotalitarismo, llamando a “recuperar las libertades” en Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua. Además, poniendo como ejemplos relumbrantes a Chile o a Brasil. Naciones réprobas o naciones benditas, aquí tenemos sus temas del “traidor y del héroe liberal” en materia de países.
A la Argentina en su discurso no la nombra, deja la tarea para lugartenientes y vicarios. Asimismo convocará a desterrar las quimeras revolucionarias y las militancias expiatorias. Todo un programa, que solemos leer, profusamente reiterado, en muchos articulistas del diario La Nación, y en tantos otros, si deseáramos evocar con propósito polémico el rastro que deja por el mundo este vigía de “las libertades en peligro”.
¿Hay una novela liberal? Si las hubiera, lo serían por su estilo. Por ejemplo, las de Jorge Amado lo podrían ser, pero no por sus temas ni por la voluntad del propio escritor brasileño, por cierto bien recordable por sus compromisos sociales. Vargas Llosa, en cambio, si bien ha esmerilado los toques de realismo simbolista, irónico y educadamente decadentista que de alguna manera lo inspiran, ha conseguido como hombre público hacer emplazamientos de alerta dirigidos a los espíritus “edificantes” en torno del “populismo”, el “intervencionismo estatal” y otras señaladas malignidades que exhorta a repudiar. ¿Es esto lo que lo llevaría a execrar buena parte de sus elecciones literarias, esas conciencias aventurescas que pone en juego? Como hombre político liberal acaso está en el extremo opuesto de mucho de lo que expone en sus ficciones históricas, pero es como si quisiera decir que sólo después de arduas conversiones personales es posible ser un buen liberal.
Si muchas de sus criaturas eligen conversiones hacia la fascinación insurreccional, él las experimenta desde hace mucho tiempo en dirección a la zona de las Fundaciones Internacionales del Liberalismo en todas sus ramificaciones económicas y acepciones: el hipócrita liberalismo de combate, de índole empresarial, el más chirle de índole profesoral, el que alienta procesos de desestabilización en las grandes experiencias políticas latinoamericanas y finalmente el de los conversos.
Todo tiempo histórico sabe mucho de conversiones morales e ideológicas. Es su máximo resorte. El drama de la conversión de Leopoldo Lugones, un extraño liberal, antes socialista, en dirección a una heroicidad insufrible o hacia jefaturas oraculares, siempre fue más interesante que las conversiones de los hombres de izquierda hacia la cartilla liberal. Es que el converso es la prueba de fuego de cualquier empresa política o ideológica. Como siempre ha ocurrido, todos cambiamos y lidiamos con distintas explicaciones autobiográficas sobre nuestros cambios personales. Pero no es noble ofrecerse como converso para avalar las figuraciones que antes reprobábamos, pues en este caso es adecuado, cuanto menos, el gesto del futbolista que no festeja su gol en la valla del equipo en el que antes jugaba.
Héroe de la gran prensa establecida en esas estaciones de reaccionarismo cultural y político, Vargas Llosa es casi un nombre argentino. No ve la compleja pero atractiva hora que vivimos, quiere sacudírsela de encima, pero deja convivir en él los rastros de sus viejos símbolos rotos y la conciencia ya asentada del temor por su propio pasado. Se pasea como marioneta ambulante, aunque no tiene derecho a aleccionarnos sólo por seguir escribiendo sobre los personajes turbulentos de una historia demasiado familiar. No es respetable, aunque sus fantasmas puedan serlo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

sábado, 15 de enero de 2011

FEDERICO GARCÍA LORCA

Discurso de Federico García Lorca al inaugurar la biblioteca de su pueblo. 
Medio pan y un libro
 

Medio pan y un libro. 


Locución de Federico García Lorca al Pueblo de Fuente de Vaqueros (Granada). Septiembre 1931. 

"Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada. 

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros? 

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida. 

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

jueves, 13 de enero de 2011

1936- 1939

Los años borrados (la narrativa republicana entre 1936 y 1939)



Hace unos días he recibido un correo relacionado con los sucesos de Yeste. A veces ocurre que alguien interesado en algún tema del que he escrito se pone en contacto conmigo, al poco de publicarlo o un lustro después. En este caso en ambos momentos gente con muy diferentes intereses lo ha hecho. El nieto de uno de los numerosos heridos me escribe a propósito de su abuelo lo siguiente:

"Vivía en el cortijo de los Chaparros (Arguellite) y según se conoce en el propio libro, se unieron todos los pueblos y cortijos de la zona, pues el fue uno mas q se unió y cuando se desató el desastre a mi abuelo q intentó huir tambien como el resto de la gente, un guardia civil le disparó dandole en el gemelo de la pierna, mi abuelo se tiró a un lado de la cuneta o camino, no recuerdo lo q era y se hizo pasar por muerto, cuenta q cuando se acercaron los guardias civiles, comentaron q si le pegaban otro tiro y se aseguraban de q lo remataban y determinaron que ese tiro lo guardaban para otra persona...(pensando q estaba mi abuelo muerto) y asi mi abuelo intentó sobrevivir a ese dia...
(He respetado la redacción original hasta donde me ha parecido salvable).

Este mail lo recibí el día de los Inocentes, si no ese día el siguiente estaba echando un vistazo a un libro que lleva por título La voz de los náufragos de 1997 sobre la narrativa republicana entre 1936 y 1939 (que nadie se moleste en encontrarlo: es prácticamente inasequible en bibliotecas y librerías madrileñas. Pues bien, en él dí sin buscarlo, pero azuzado por ese correo, con un testimonio inmejorable sobre la matanza de Yeste que no conocía, tampoco recuerdo que los historiadores y novelistas que más extensamente se han ocupado de la misma lo citen. Por cierto, tiene esta unos precedentes republicanos coincidentes con estas fechas navideñas: Castilblanco, Arnedo y Casas Viejas.

Lo diré ya. Ese testigo excepcional es el periodista Antonio Sánchez Barbudo de visita en el lugar de los hechos con las Misiones Pedagógicas (a pesar de la carga religiosa del plural sustantivo religioso, se trataban de un maravilloso proyecto educativo laico dirigido a la población rural). Es una suerte que ese documento pueda leerse en esta fuente: hemerotecadigital.bne.es/Valencia/HoradeEspaña%yeste%20sanchez%20barbudo%22&page=52

Y algo que parece borrado de nuestra narrativa contemporánea es su libro de relatos Entre dos fuegos Narraciones (1937-1938), ¡Premio Nacional de Literatura! La primera de ellas "Días de julio" se ambienta en el abrupto paisaje manchego y serrano de Yeste y varios personajes de su crónica en Hora de España son aprovechados: "Las señoras beatas, el odioso jovencito de la fonda, un muchacho que recuerda al telegrafista y los firmes y recios campesinos". (Apunte recogido en el libro citado, La voz de los náufragos).

Como lo definíó Rafael Dieste pertenece esta narrativa a un grupo de "libros de mirada clara", a una preocupación social que la generación realista de los 50 -llamada despectivamente de la berza- trató de recuperar hasta que Castellet y Barral giraron hacia el experimentalismo y la actual democracia la enterró definitivamente.

¿Casualidades? Que quieren que les diga. Estos mismo días he conocido a los editores José Duarte, Antonio Pérez y Mar Muriana. A través de su colección Exiliados se han propuesto completar la publicación en España de la obra de aquellos escritores del exilio que no ha visto la luz aquí.

Han rescatado la novela La aventura de Marta Abril y otro libro de relatos de Paulino Masip. Una buena antología de estos últimos ya fue editada con la colaboración del Instituto de Estudios Riojanos. Otro tanto está mereciendo el citado Sanchez Barbudo, cuya interesante obra permanece borrada de nuestra prolífica literatura. Por fortuna, sí que se ha recuperado en parte al también periodista Chaves Nogales, (tampoco olvidamos la notoriedad de Ramón J. Sender debida más a su faceta de escritor que de periodista, o de Max Aub, Arturo Barea, Bergamín...; pero poco o nada a Luisa Carnés, Manuel Lamana, Ricardo Bastid, Isabel de Palencia, eugenio F. Granell, Juan Rejano, José Herrera Petere, etc.

Y entregados a ello siguen, con resultados muy sorprendentes: Véase y léase Destierro en Manhattan. Refugiados españoles en Norteamérica, de Antonio Ruiz Vilaplana. Claro que de este secretario judicial y periodista también acaba de reproducirse una edición pirata de su obra Doy fe...Un año de actuación en la España nacionalista, escrita en París en el verano del 37 (¡lo que no empece que la distribuya Marcial Pons para magistrados curiosos de las Salesas con prólogo incluido del académico ¡Arturo Pérez Reverte!) Bienvenidas sean, no obstante, todas -y también, insisto, las producidas durante la guerra en (la) España constitucional- en la recuperación de esa narrativa que no debería continuar como ajena o extraña a nuestra propia tradición literaria. La España que representan era entonces la única reconocida por las Sociedad de las Naciones, y era de ley que lo hubiera seguido siendo.

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NOTA FINAL (dedicada al nieto de Serafín):

Sobre los sucesos de Yeste puedes consultar estas fuentes:
Prensa de la época: http://http//hemerotecadigital.bne.es/sucesos%20yeste%22&page=10

El libro en PDF del historiador Manuel Requena:http://http//www.dipualba.es/IEA/digitalizacion/OBRAS/lossucesosdeyeste.pdf
Un artículo de Juan Goytisolo en El País, 1981. Visita de nuevo Yeste rememorando la ficción sobre los hechos que recreó en Señas de identidad:
http://www.elpais.com/articulo/opinion/ESPANA/FRANQUISMO/cruces/Yeste/elpepiopi/19811117elpepiopi_5/Tes
Un nuevo estudio de Manuel Requena del periodo republicano en la comarca del Alto Segura:
http://www.laverdad.es/albacete/cultura/manuel-requena-publica-libro-

Blog del autor: http://sakurambotsumamu.blogspot.com/2011/01/los-anos-borrados.html
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

sábado, 1 de enero de 2011

LA ESPERANZA

Lúcida y extraordinaria

JORGE SEMPRÚN


 
La esperanza, de André Malraux, es una novela extraordinaria. Hay que tomar este adjetivo al pie de la letra: o sea, que, a mi modo de ver, es un libro que se sale de lo común, de lo ordinario. Una obra fuera de serie. Y ello por diversas razones, de diverso tipo.


Desde un punto de vista formal, La esperanza es difícil de clasificar, por su riqueza de métodos narrativos, su heterogeneidad esencial, aquí, crónica casi periodística de tal o cual acontecimiento de la guerra civil; más allá, novela psicológica o filosófica; por momentos su ritmo narrativo es propiamente cinematográfico: estructurado por lo visual, por la urgencia histórica de los acontecimientos (ahora podrían recordarse los primeros versos del primer poema del libro de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada, escrito al salir de la guerra civil: 'Después de este desorden impuesto, de esta prisa, / de esta urgente gramática necesaria en que vivo...', frases y conceptos que explican perfectamente, en el contexto de otro quehacer artístico, la forma narrativa de una parte de La esperanza).
Pero en otros momentos de la novela, al cambiar el punto de vista y el contenido, cambia asimismo el ritmo narrativo, que se detiene morosamente -este adverbio proviene de Ortega y Gasset, de su definición del género novelesco, permítaseme recordarlo- en largas conversaciones en las que se elabora y expresa la sustancia histórico-política de la novela. Y de la época que se refleja en sus páginas.
Con más tiempo y espacio, hablaríamos de la época...
Dos palabras tan sólo para recordar que la época de La esperanza es la del irrumpir en la literatura mundial de la novela americana, que establece entonces, por aquellos riquísimos y contradictorios años treinta, su hegemonía estética.
El año en que se escribe La esperanza es también el año de la trilogía sobre Estados Unidos de John Dos Passos, 1937 (¡menudo año, por cierto, para un novelista: desde los primeros procesos de Moscú al Guernica de Pablo Picasso!). Me ahorraré prolongar esta digresión aparente, porque estamos en el medio mismo del significado de La esperanza remitiéndome al ensayo definitivo de Claude-Edmonde Magny, L'âge du roman américain, que se publica en 1948.
Pero la novela de Malraux es asimismo excepcional, extraordinaria, desde otro punto de vista, ideológico éste y no estético.
En primera lectura -y ésta sigue siendo válida, porque se refiere a un aspecto esencial del libro-, La esperanza es obra de un compañero de viaje del partido comunista. De un fiel y hasta incondicional compañero de viaje como lo fue Malraux hasta 1939, hasta la sorpresa del pacto germano-soviético, del acuerdo entre Hitler y Stalin, que le permite al primero desencadenar la guerra totalitaria en un solo frente, con el apoyo objetivo de la benevolente neutralidad soviética.
En La esperanza, tanto en la materia misma del libro, en su trama novelesca, su escenografía dramática, como por mediación de determinados personajes, se desarrolla esta faceta de fidelidad a la estrategia antifascista del partido comunista.
La más brillante, más rica y conmovedora encarnación de dicha actitud político-vital de Malraux la constituye el personaje ficticio de Manuel, inspirado de muy cerca en Gustavo Durán, intelectual comunista realmente existente, cuya vida fabulosa ya alimentó el argumento de otro libros (véase El soldado de porcelana, de Horacio Vázquez-Rial).
Ahora bien, al lado de esa fidelidad de compañero de viaje, contradictoriamente complementaria de dicha actitud política, La esperanza despliega en otros momentos, sobre todo en las largas conversaciones de algunos de los personajes principales, una aguda crítica de los fundamentos teórico-filosóficos del bolchevismo, de su oportunismo instrumentalizador, manipulador.
En suma, se encuentra en La esperanza la mejor ilustración y defensa de las virtudes militantes y militares del comunismo de los años treinta. Pero también se encuentra en la novela la más fría y aguda crítica de los principios básicos del bolchevismo (ya se habrá entendido que digo 'bolchevismo' y no sólo 'estalinismo' para que no se escape Lenin de la necesaria puesta en entredicho radical del comunismo).
Por todo ello, por toda su riqueza formal, por la profundidad de sus vislumbres filosóficos, es La esperanza de André Malraux una extraordinaria novela.