ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

viernes, 30 de diciembre de 2016

Josefina Ludmer

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supo provocar y también convencer a muchos poetas, narradores y críticos de que la literatura podía salir de la lógica del gusto y que la teoría no tenía por qué estar exenta de pasión. En esta nota, Tamara Kamenszain recuerda su amistad con Ludmer desde los años setenta hasta su reciente fallecimiento, tres semanas atrás, un vínculo no exento de cariño ni de tormentosos escándalos acerca de lo que consideramos literatura, poesía y vida.
Enrique Pezzoni solía decir que cuando Josefina Ludmer, alias la China, se tenía que enfrentar con el público, primero acomodaba las tetas sobre la mesa y después se ponía a hablar. Para él, que venía de años de relación con el grupo Sur, donde las dos mujeres que más admiró se camuflaban detrás de gafas oscuras, esta actitud de marcar un territorio con el cuerpo para asegurarse una tirada de línea directa y efectiva, fue decisiva. Sentado entre ese público que hacia mediados de los setenta ya escuchaba a la petisa de cara achinada y tetas contundentes emitir un discurso sin anestesia, Pezzoni inició un viraje en su concepción de la literatura que no se detendría hasta su muerte.
En cambio a mí, por esos años una pseudohippie fascinada a un tiempo con el vanguardismo del Instituto Di Tella y con el malditismo de Osvaldo Lamborghini, los primeros encuentros con China me asustaron. Cómo puede ser, me preguntaba, que me atraiga tanto hablar de literatura con una mina a la que la literatura parece no gustarle. Obviamente, yo temía que la biblioteca de libros preferidos que desde mi más tierna adolescencia había esgrimido como bandera de complicidades ante el mundo, comenzara a desmoronarse. Aquella “profesora” (las comillas corresponden a mi juvenil ingenuidad antiacadémica) que, para más confusión, había empezado a salir con Osvaldo, me cuestionaba con una mueca despectiva mis convicciones: “déjense de joder con el me gusta-no me gusta”, nos espetaba al grupo de amigos cuando aludíamos a nuestros preferidos en la mesa de algún bar. Para peor, cuando el tema era la poesía, el comentario solía ser lapidario: “de eso no entiendo nada”.
Fue justamente esa declaración de no entender la poesía lo que marcó para siempre mi amistad intelectual con Josefina Ludmer. A partir de ahí se abrió ese diálogo entre nosotras que ella relata con generosidad en su último libro Aquí América latina, y cuyo inicio yo sitúo en 1975 con la aparición, en la revista Literal, del texto que escribió a cuatro manos con Osvaldo Lamborghini. Lo que más me impactó de esa escritura en colaboración sobre el poema “Elena Bellamuerte” de Macedonio Fernández, texto que ella después definió como “mezcla de panfleto con análisis microscópico y teoría donde llevamos a la práctica el poema”, fueron las partes que pude adivinar que le pertenecían. Los dardos militantes de Osvaldo eran reconocibles para mí que ya estaba familiarizada con su estilo, pero esas intervenciones donde un par de tetas puestas sobre la mesa limitaban la artillería pesada del maldito, me dieron vuelta la cabeza para siempre. Ahí entendí lo que ella decía no entender, porque justamente en la poesía no hay nada que entender salvo la entendedera misma. Así, mientras en el texto de Literal Osvaldo, para referirse a Macedonio y sus sucesores, pergeña la mítica frase “casta del saber y de la lengua”, Josefina alude a la poesía de Borges, Macedonio y Girondo en estos términos: “es precisamente la escritura sabida la que teje, fuera de toda inocencia, la maligna especulación, la teoría, lo que hay que saber”. Y es tal vez en ese sentido que ella termina pidiendo “la reducción de toda ‘literatura’ a la poesía” (me animo a decir que esto lo escribió ella y no Osvaldo sobre todo por las comillas en la palabra literatura).
Así es como creo que, con el paso de los años, la China se fue volviendo cada vez más poeta al tiempo que estimulaba en mí la alergia a ese estereotipo de género que empecé a llamar lo poético entre comillas. Nuestras charlas, durante los últimos cuarenta años, versaron sobre esos temas y, en consecuencia, sobre lo que cada una estaba escribiendo. Cada tanto nos mostrábamos nuestros originales y mientras ella me consultaba sobre la hechura yo quería saber cómo evaluaba mis ideas. Respecto de Aquí América latina, me acuerdo que hablamos mucho sobre la función del diario íntimo. Un día le dije, acerca de su notable “El diario sabático”, esa perla que le inyecta temporalidad a la teoría hasta volverla presente vivo, que me recordaba al “Diario de la beca” donde Mario Levrero transforma el presente cotidiano en pura teoría. Ella entonces se puso a leer La novela luminosa y un día me dejó en el contestador un mensaje ultraludmeriano: “voy a dejar de leerlo, Levrero es aburrido y sobre todo me da asco que el tipo no se bañe casi nunca”. La “profesora” era de nuevo la antiliteraria que me seguía escandalizando. ¿Cómo podía ser que confundiera realidad y ficción y me dijera, como una neófita, que el narrador, que consigna a diario cada mínima acción, se bañaba poco? Genio y figura hasta la sepultura, pensé por esos años en que ya la enfermedad estaba empezando a clavar su real (término lacaniano que China siempre me criticaba). 
  Hacia el final ella decía que estaba escribiendo otro Diario, esta vez más relacionado con su infancia y su historia familiar pueblerina. Siempre prometía darme a leer lo que tenía, pero nunca lo hizo. Hablábamos mucho de los alcances de lo autobiográfico. Ella decía que en un país donde no hay biblioteca (al revés de lo que sucede en Estados Unidos) ya no le quedaba otra que referirse a lo personal. Yo no quería cometer la infidencia de preguntarle si en lo que estaba escribiendo aludía a su enfermedad. Pensaba en recomendarle libros como Diario de muerte de Enrique Lihn, y Hospital Británico de Viel Temperley, pero por pudor nunca lo hice. Tenía miedo de que ella se burlara y dijera que yo le estaba sugiriendo hacer laborterapia. De hecho un día me contó que fue a ver a una psicóloga especializada en pacientes con cáncer que le sugirió escribir sobre eso. El gesto burlón que la caracterizaba alcanzó su punto más álgido cuando me dijo: “para sacármela de encima terminé haciéndole terapia yo, la mandé a escribir sobre sus temas”.Yo a China, en los últimos y difíciles tiempos que le tocó pasar, no me animé a mandarla a escribir, pero estoy más que segura que si nos dejó de regalo algún inédito, el texto va a ser poético sin comillas.
Tamara Kamenszian

domingo, 18 de diciembre de 2016

Luisa Valenzuela

Valenzuela celebrará el medio siglo de su novela hoy a las 19 en la Librería del Fondo. (Fuente: Guadalupe Lombardo)

 El ruido de los tacos altos sobre el empedrado parisino es una contraseña fraternal, una forma sonora de pedir auxilio sin gritar, cerca del Bois de Boulogne, el bosque donde las mujeres ejercen la prostitución. El agitado taconeo y las corridas le estrujan el corazón, repercuten en su cuerpo. Ella intenta ayudar, abre la puerta de calle para que las chicas se puedan refugiar y ocultar de la policía; una línea patriarcal perversa y de maltrato que presiente que se origina en los padres y se prolonga en los proxenetas, clientes y en esas “fuerzas del orden” que se regodean en perseguir y humillar. Ni las chicas ni ella hablan. No hay palabras, sólo gestos de agradecimiento, una red que se teje con los hilos invisibles del secreto, con lo que no se dice pero se intuye. Luisa Valenzuela tiene apenas 21 años en 1959; cuando logra que Anna-Lisa Marjak, su hija de un año y medio, se quede dormida, aprovecha para inventar un “cuentito” sobre Clara, una joven que, tras dejar su pueblo natal, llega a la ciudad para trabajar como empleada doméstica. Pero antes se inicia sexualmente con un marinero que le paga y comienza el itinerario de su vida como prostituta. Luisa extraña merodear los bajos fondos de Buenos Aires y exorciza el mal trago de ese sentimiento escribiendo desde Francia la que será su primera novela, Hay que sonreír, que publicaría varios años después, en 1966. La escritora celebra los primeros cincuenta años de un clásico de la literatura argentina hoy a las 19 en una conversación con la crítica Gwendolyn Díaz y la posterior interpretación de algunos fragmentos a cargo de María Héguiz en la Librería del Fondo y Centro Cultural Arnaldo Orfila Reynal (Costa Rica 4568), donde también se podrá visitar una muestra de collages del artista plástico Osvaldo Borda, responsable de las ilustraciones de la primera edición de la novela.
Hay mucha luz en las pupilas chispeantes de Luisa; es la vivacidad de la niña que fue, es y será, la travesía de una escritora fundamental de la literatura que preside la asociación de escritores PEN Argentina, autora de novelas ineludibles para reflexionar sobre los años 70, 80 y 90, como El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Realidad Nacional desde la cama y Novela negra con argentinos, entre otros títulos que incluyen también libros de ensayos, cuentos y microrrelatos. “Me impresiona mucho estos cincuenta años porque yo no tengo noción de que haya pasado tanto tiempo –dice la escritora a PáginaI12–. De hecho, son más de cincuenta años porque la escribí en Francia, cuando tenía 21 años, porque añoraba mucho Buenos Aires. ¡Pero qué raro que añorara ese submundo! Era lo que más me interesaba; nos paseábamos con una barrita de amigos que yo tenía, con Jorge Sabato, el hijo de Ernesto, con Marina Girondo y una serie de gente muy divertida, muy jóvenes y muy intelectualosos. Y paseábamos por la Boca, por el bajo de Retiro, por el puerto. Esos paseos incidieron en mi escritura. Ahora cincuenta años no es nada, así como veinte años tampoco, según el tango… No sé; es una novela que fue publicada en Estados Unidos hace mucho, en inglés, bajo el título de Clara; después se publicó en francés, acabo de firmar un contrato con Turquía y también salió en serbio, en Belgrado. Es muy rara la vigencia de esta historia”.
–Muchos escritores sienten que tal vez sus primeros libros, ya sean novelas o cuentos, envejecen un poco o quedan demasiado fechados. ¿Cómo explica la vigencia de “Hay que sonreír”?
–La novela sigue teniendo la misma frescura; es una historia tan poco personal que mantiene su identidad. Eso es lo que siento que ocurre. Además es una narración muy arquetípica de esa época, de los años 50 y 60. Yo creía que la novela no tenía ningún humor y la dejé encajonada por varios años cuando volví de Francia, pensando que había escrito algo muy tétrico. Cuando la releí, me reí mucho porque es muy arquetípica del tango, de Buenos Aires, del machismo. Todo eso sigue vigente de alguna extraña manera por otros carriles. Nunca más pude escribir la misma novela, ahí había pescado una línea clásica de la narrativa, relativamente lineal porque también hay juegos de tiempos y cambios entre la primera y la tercera persona. Yo no reniego para nada de esa novela.
–¿Le da orgullo su primera novela?
–Orgullo es una palabra demasiado grande quizá… Pero me da felicidad, aunque es una novela bastante trágica. Yo creo que tiene un final relativamente feliz, aunque es un final abierto. Y me parece una novela muy moderna, no es una novela que haya envejecido. Eso me lo dicen los lectores actuales.
–¿Cómo surgió el personaje de Clara en la novela? ¿De dónde cree que viene?
–No sabría decirte, pero una de las cosas que me intrigan mucho es de dónde vienen las historias, cómo se constituyen esas historias que a medida que las vas escribiendo te van sorprendiendo, esos personajes que van creciendo, que no tenés para nada pensados. Yo soy el tipo de escritora que no trabaja con un plan preconcebido. En realidad había empezado a escribir un cuento, yo creía que nunca iba a ser capaz de escribir novelas. La historia empezó a crecer y me fue sorprendiendo por las imágenes que iba viendo, parecía como si estuviera en un cine, viendo una película. Yo vi la novela a lo largo de la escritura. Y debo agradecer a un escritor francés que en ese momento era lector de la editorial Seuil, que me mandaba pequeñas cartitas en las que me decía: “Dentro de un mes, quiero ver treinta páginas, yo no te la voy a publicar porque no es lo que publica Seuil, pero quiero que la escribas”. Michel Chodkiweicz, a quien siempre le agradezco mucho, me obligó a escribir la novela. No sé si hubiera seguido escribiendo sola porque en ese momento tenía una hijita de un año y medio y escribía a la hora de la siesta. Esa gente que te dice que no tiene tiempo para escribir porque tiene niños no es cierto. Siempre hay un resquicio para la escritura. Yo estaba fascinada viviendo en ese otro mundo, ahí aprendí cómo el “estado” novela transcurre en los bajos fondos del cerebro. Me resultó muy estimulante escribirla, después me resultó pavorosa releerla, tardé como seis años. De hecho me la iban a publicar en Francia en la editorial Albin Michel y la retiré porque me pareció que estaba medio cruda y tenía que corregirla. Y no me animé a verla por seis años.
–Hay que sonreír inaugura tópicos fundamentales en su narrativa como  la condición de la mujer y el poder. ¿Cómo conectan estos temas con su interés por los bajos fondos?
–El tema del poder es importante, yo siempre creía que mis novelas eran como muy deshilachadas, que no tenían nada que ver una con la otra. Sin embargo hay un hilo conductor a la larga visible. Pero no tenía un plan, trabajé siempre con el azar, que me encanta. Yo dejo que las cosas sucedan, pero uno se convierte en una especie de antena, ¿no?, voy recibiendo el material que necesito incorporar en cada historia, me va llegando o lo voy persiguiendo porque siempre estoy alerta. El tema de los bajos fondos es porque nos gustaba merodear esas zonas del pecado y la oscuridad de la noche de Buenos Aires, una cosa muy loca. En París vivía cerca de Bois de Boulogne, donde estaban las prostitutas que iban subían a los autos e iban al bosque, cosa que me parecía sumamente valiente de parte de ellas. A veces yo oía taconear a las prostitutas, que corrían por la calle, y como sabía que la policía las buscaba les abría la puerta de lo que era un zaguán para que pudieran refugiarse. Pero nunca nos hablamos. Siempre volví a los bajos fondos, por eso publiqué la Trilogía de los bajos fondos, porque me di cuenta de que había escrito los bajos fondos de Buenos Aires en Hay que sonreír; los bajos fondos de Barcelona en Como en la guerra; y los bajos fondos de Nueva York en Novela negra con argentinos. Los bajos fondos de la ciudad son los bajos fondos del alma humana, dos situaciones que se espejan. Me interesa penetrar en esos mundos para explorar las zonas oscuras.
–¿Qué encuentra del alma humana en los bajos fondos?
–Aquello que no puede ser dicho, el oscuro secreto, la zona del deseo. Lo digo como una reflexión a posteriori; no son cosas que me planteaba durante la escritura. Mientras estoy escribiendo, estoy incursionando en esos lugares porque uno siempre trata de empujar los límites para poder decir un poco más allá de lo que se suele decir, de poder ver un poco más allá algo que está oculto detrás de la pantalla de lo que llamamos realidad. También así me metí en la escritura política. Yo vengo de esa noción de que escribir narraciones políticas es como un anatema a causa del “arte por el arte”. Y sin embargo no podés excluirte de lo que está sucediendo a tu alrededor. Todo lo contrario: tenés que penetrar y mirarlo para tratar mínimamente de entender. La escritura de ficción son caminos de entendimiento, de intentar derivar algún sentido del sinsentido de las cosas que nos rodean. Quizá escribía de los bajos fondos de Buenos Aires porque no quería estar pendiente del Buenos Aires luminoso que extrañaba. Cuando estaba escribiendo Novela negra con argentinos, me preguntaba por qué pintaba la zona más oscura de Nueva York, una ciudad que me encanta. Y me di cuenta de que me estaba despidiendo, de que estaba tratando de apartarme de eso. En Barcelona, yo quería vivir en el barrio gótico o en el barrio chino, pero tenía una hija chica y no lo podía hacer. Entonces me instalé durante un año en un barrio burgués y escribía sobre las zonas que me interesaban.
Luisa confiesa que está “regia” a los 78 años. Viajar es una de sus grandes pasiones, un modo de enriquecer la mirada desde distintas perspectivas. “Yo siento este tiempo pasado no como terrorífico, sino como acumulación. Yo estoy contenta de estar acá, en este momento, después de tan larga trayectoria porque a pesar de que he sufrido mucho también siento que he hecho cosas maravillosas y he armado una gran colección de máscaras que estuvo hasta hace poco exhibida en el Museo de Arte Decorativo. En Perú acaban de publicarme un libro que se llama Conversación con las máscaras, que es sobre este rapport íntimo que tengo con las máscaras de usos, las máscaras que vienen de ceremonias, las máscaras rituales, las máscaras de carnaval, las máscaras de las distintas fiestas patronales. Cada máscara tiene una historia personal y un significado profundo. Las máscaras son otra entrada al alma humana”, plantea la escritora.
–Más de cincuenta años de vida literaria se celebran también escribiendo, ¿no?
–Sí, estoy trabajando lenta e inexorablemente en una especie de libro de locas mémoiries, que empecé a escribir cuando salí de mi meningitis en 2010. Entonces pensé que no iba a escribir nunca más, estaba completamente anhedónica, había perdido todo entusiasmo, que parece que es un síntoma común de esa enfermedad. Había salido El mañana, que para mí fue un libro muy fuerte y muy personal. Cuando empecé a retomar la escritura, me di cuenta de lo importante que es la escritura para mí porque es mi manera de entender o de aproximarme a algo; por eso escribo Aquí pasan cosas raras cuando vuelvo a Argentina y me encuentro con el terrorismo de Estado. Cómo escribir es la pregunta, cómo descubrir lo que no sabés que sabés. Es el lugar de la fantasía que esclarece, que metaforiza, que mira desde otro lugar; la mirada lateral que hace unir cabos que no están unidos, que es la escritura de ficción.
–¿Tienen títulos esas memorias locas?
–Circo de tres pistas… yo le comenté a Irene Chikiar Bauer que siempre quise vivir en un circo, pero que nunca pedí vivir en un circo de tres pistas, por eso de estar haciendo mil cosas a la vez (risas).
–Es un muy buen título para quienes sienten fascinación por el mundo del circo. Cuántas han tenido fantasías con ser contorsionista, por ejemplo…
–Yo quería ser trapecista (risas). Siempre digo que se escribe con el cuerpo. Pero cuando tenía la meningitis ni la palabra cuerpo me podían decir. Yo me desesperaba: no me podían tocar, no me podían hacer masajes, me agarraban ataques de desesperación horribles. No estaba conectada a mi cuerpo y yo decía que mientras no estuviera conectada seguiría desconectada de la palabra. No de la palabra hablada común y corriente, sino de la palabra que trabaja por otro lado… Pero en última instancia el humor es lo que salva.
Silvina Friera

lunes, 28 de noviembre de 2016

Mao, Malraux y La condición humana

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A partir del 40 aniversario de la muerte del líder chino y del intelectual francés, una reflexión sobre una obra que refleja el destino de los hombres de forjar una historia que promete un porvernir venturoso y, a la vez, cada día más lejano.

“El marxismo es una forma de fatalidad…”, dice el viejo Gisors mientras prepara su pipa con opio para sumergirse en un mundo ajeno a lo real. Su hijo ha muerto luego de la fracasada insurrección en Shanghai y él decide retirarse al universo de las sensaciones de la droga y la música. Nada que pertenezca al terreno de los hombres le interesa. En cambio ella, May, marcha hacia Moscú para continuar su labor por la revolución mundial. Los dos han perdido al ser querido y cada uno buscará enfrentar el dolor aferrado a su voluntad; uno desde el mundo de las tinieblas. El otro, desde la lucha por el comunismo.

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Cuando Andre Malraux escribe el final de La condición humana (1933) no imagina que pocos años después deberá protagonizar el papel de combatiente en la guerra de España. Tampoco sospecha que más tarde será el jefe de la resistencia contra el nazismo en Francia, y finalmente funcionario del gobierno de De Gaulle.
Si alguien puede ser caracterizado como intelectual comprometido con su tiempo, ése es Malraux. Quizá fuera ésa una época de compromisos mayores porque la historia exigía desde 1848, con el Manifiesto comunista, un cambio tan radical en las relaciones entre los hombres que era difícil mantenerse neutral. No era el único: Albert Camus, Jean Paul Sartre, John Dos Passos, Pablo Neruda, Arthur Koestler y también Octavio Paz fueron protagonistas activos que no se conformaron con describir el vertiginoso cambio que se producía en el planeta. También quisieron participar y lo hicieron apasionadamente. En algunos casos coincidieron en tiempo, territorio e ideas; en otros no. Pero si algo los unifica es su tenacidad en el compromiso con la realidad y en la producción de una literatura que ponía especial énfasis en los cambios de la historia, en el destino de los hombres y en la condición de cada uno de ellos. 

Insurrección. El 21 de marzo de 1927, el Partido Comunista chino se lanzaba a la tercera insurrección en Shanghai. Las dos anteriores habían fracasado y este nuevo intento podía ser el definitivo. Mao Zedong era jefe de apenas una tendencia dentro del partido. La Revolución de Octubre confirmaba que el marxismo era la teoría que aglutinaba a los explotados del mundo y los empujaba a dirigir su propio destino. La fracasada revolución en Alemania de 1923 y la represión a los obreros en Europa advertía que la empresa de la transformación social no era fácil y exigía la férrea conducción de una vanguardia revolucionaria que dirigiera al proletariado. Es en la noche en que está por comenzar la insurrección cuando Malraux fija el inicio de su novela: Chen se ha introducido en la habitación de un hombre para matarlo. Matarlo no es nada, lo que le impresiona es la dureza de la carne. Armado con un cuchillo, el terrorista observa a su víctima y sabe que una vez cometido el crimen todos los hombres condenarán su acción. Pero no le importa, la muerte que se apresta a llevar a cabo proveerá a los obreros de algunos cientos de armas para combatir contra el ejército reaccionario. Afuera de esa calurosa habitación del hotel lo esperan sus compañeros, todos miembros del PC, que están al tanto de lo que Chen hará. La Revolución parece justificarlo todo.
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Tres personajes. Malraux sostiene su historia sobre tres personajes: el terrorista Chen, el joven Kyo, miembro del Comité Central, y Katow, el comunista ruso que dirige a una parte de los obreros insurrectos. Chen es un hombre que llega a la Revolución más por la acción que por la razón. Su voluntad lo empuja inevitablemente hacia la muerte; no aspira a ninguna gloria –lo describe Malraux–, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear sino la muerte?

Chen es consciente de ello; el mundo por el que mata y lucha es un mundo que no sólo condenará a los enemigos sino también al propio Chen. ¿Qué haría –se pregunta el terrorista– en la fábrica futura, emboscado tras de su uniforme azul de obrero? La sociedad que quiere construir no lo albergará. El terror, en cambio, es el sentido de la vida, la posesión completa de sí mismo, total, absoluta. La muerte deja de ser una amenaza o una angustia y se transforma en la liberación final. Si el ejemplo de los atentados individuales cunde, los individuos sin esperanza tendrán un sentido inmediato de sus vidas: renacerán los mártires.
Cuando Chen se arroja con su bomba bajo el auto que aparentemente traslada a Chiang Kaishek, lo hace con un “jubilo de extático”, encontrando en ese instante la plenitud de su existencia y la justificación de su vida.
“Todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar tiende más o menos confusamente a justificar la condición de hombre, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero”, piensa Kyo, probablemente el personaje central de la historia. A diferencia de Chen, su vida tiene un sentido: poner a cada hombre, a quien la pobreza hacía morir como una peste lenta, en posesión de su propia dignidad. El es uno de ellos: mestizo, desdeñado por los blancos, Kyo había buscado a los suyos y los había encontrado. “No hay dignidad posible ni vida real para un hombre que trabaja doce horas al día sin saber para qué trabaja”, dice el comunista Kyo, revolucionario consciente y paradigmático.

“Cuando se vive como nosotros, es preciso tener certidumbres”, el fantasma que recorría Europa en el 48 avanzaba ahora en Oriente y todo indicaba que las condiciones sociales habían madurado lo suficiente como para que obreros y campesinos intentaran el asalto al poder. La alianza con Chiang Kaishek contra los ejércitos feudales que todavía dominaban buena parte del territorio; las instrucciones que Moscú y la Internacional enviaban para mantener esa alianza a pesar de las sospechas de que se produciría una matanza; la orden de entregar las armas y subordinarse a la política del Kuomintang, son las cuestiones que recorren la novela de Malraux y que obligan a Kyo a reflexionar sobre la historia. “La Revolución había llevado a término su preñez: ahora era preciso que diese a luz o muriese”, dice el revolucionario mientras evalúa las posibilidades de éxito. Pero no sólo se ocupa de la historia social; también el personaje es recorrido por los temores y las dudas: Kyo sufre la angustia de “no ser más que un hombre, de no ser más que él mismo”, apenas una minúscula voluntad frente al gigantesco propósito de realizar una revolución. Sufre, además, por el dolor de los celos que le provoca May, por el temor de que algo pueda sucederle a su padre, por el destino del terrorista Chen. Kyo es, insiste Malraux, apenas un hombre. Y el autor desdeña entonces una literatura heroicista que después de la Revolución Rusa produjo toneladas de papel escrito de dudoso valor. No hay héroes en La condición humana.

Katow, el tercer personaje importante de la historia, se define en el final de la novela, en el preciso momento en que aguarda la muerte junto con los otros prisioneros estremecidos por el silbato de la locomotora. Katow es un revolucionario ruso, ha combatido contra los blancos en las estepas, ha sido prisionero y ha salvado su vida milagrosamente luego de un fusilamiento. Prosigue, sin embargo, su destino de revolucionario de la Internacional. Ahora en China, donde dirige destacamentos de obreros armados. Su verdadera personalidad se destaca en ese final, cuando se apiada de los dos jóvenes aterrados porque morirán quemados; es la dignidad humana, dice Katow mientras busca la pastilla de cianuro y se la regala a sus dos compañeros. Su gesto lo condena y él lo sabe: morirá en la caldera de una locomotora y tampoco es un gesto heroico el suyo. Se siente abandonado y el temblor de sus hombros no cesa. Sólo le resta esperar a que vengan a buscarlo.
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Epica. El mayor mérito de La condición humana es tal vez la capacidad de Malraux para narrar un episodio épico sin recurrir a la grandilocuencia epopéyica. En el medio de un movimiento social en el que se movilizan grandes masas, donde por lo tanto existen solidaridades, confraternidad y pasiones, Malraux pone especial énfasis en describir la absoluta, patética soledad de cada uno de los personajes. Chen, Kyo, Catow, May o el viejo Gisors están atravesados por un sentimiento que los iguala: la soledad que ninguno puede ocultar aunque circulen rodeados por un mar de hombres.

Ellos presienten que allí, en Shanghai, se está decidiendo el destino del mundo; victoria o derrota. Doscientos mil obreros sin trabajo van a apoyarlos. Pero al mismo tiempo, hora tras hora, toman conciencia de que se dirigen a un mismo final: “Sin duda –dice Malraux– todos estaban condenados. Lo esencial era que no fuese en vano”.
¿Quién podría asegurar si fue o no en vano? En 1949, veinte años después del suceso en que el autor sitúa su novela, la revolución comunista triunfó en China. Algunos podrán afirmar que aquel esfuerzo no fue inútil y que la victoria condujo a la felicidad. Sin embargo, personajes como Kyo o Katow son los mismos que murieron durante la Revolución Cultural, reprimidos por el Estado comunista. Y son los mismos que resistieron en junio de 1989 a los tanques en la Plaza de Tiananmen. También, como aquellos, estaban condenados. Eran hijos de una Medea que amaba y odiaba con la misma desmesura.

Quizá la condición humana que atormentaba a Malraux sea precisamente ésa: la condena de los hombres –en realidad el perpetuo destino– de buscar la dignidad, luchar por la libertad, insistir en forjar una historia que promete un porvenir venturoso. Y a la vez, cada día más lejano. 
Mao Zedong murió en septiembre de 1976. Tres meses más tarde, en noviembre, falleció Malraux.

*Escritor y periodista. 

Sergio Bufano

lunes, 10 de octubre de 2016

Nuevo libro del Che. Marcos Gorbán


Nuevo libro
Una investigación de Marcos Gorbán revela quién fue Fernando Escobar Llanos, un personaje clave en la vida del revolucionario argentino. 
Orlando posa en Montevideo en 1963, al volver de la escuela de entrenamiento en Cuba | Foto cedida por Fernando Escobar Llanos

“Mirá, quiero que seas el hombre invisible. Que nadie te conozca. Que nadie sepa quién sos. Que nadie te pueda mencionar. Que te diluyas entre la gente y en los lugares a los que te voy a pedir que vayas. Y en el futuro, que no sabemos adónde nos va a conducir, no vas a aparecer en ningún libro de historia. Porque nadie tiene que saber de tu existencia”. Con estas palabras, Ernesto Che Guevara le pidió a Fernando Escobar Llanos que llevase adelante algunas de las misiones más importantes de su vida. Que fuera, básicamente, una correa de transmisión entre los planes del revolucionario y los distintos puntos estratégicos. Y así fue: nadie en la historia escuchó hablar de él. Hasta hoy.
Su verdadero nombre era Orlando, y ofició de asistente del comandante en sus viajes por América, África y Europa. Orientado a preparar el terreno y adelantar los movimientos para la logística que el Che y Fidel Castro programaban, este personaje desaparecía de un día para el otro para volver al mes siguiente. Sin dar ni una explicación a sus compañeros del Partido Comunista de la Argentina. ¿Cómo logró mantenerse en las sombras durante medio siglo?
Su perfil responde en parte a esta pregunta: “Sos callado, reservado, inteligente y tenés una mirada de distraído que engaña. Pero estás muy atento a todo”, le dijo el Che Guevara cuando lo reclutó en 1961, en Uruguay. Justo lo que necesitaba para hacer inteligencia.
“Los ojos del Che” (Sudamericana,  320 páginas,  299 pesos) recrea la historia de este enigmático personaje y cuenta algunas de las misiones que le fueron encomendadas. Marcos Gorbán, autor del libro -productor de televisión y periodista-, dio con la historia de Orlando casi de casualidad, indagando en la historia de su familia -fuertemente vinculada a la izquierda argentina. La investigación camina sobre una duda constante: ¿cuán importante fue Orlando para el Che? Con esta pregunta en mente, Gorbán viajó a Cuba y entrevistó a la que fue la mesa chica de Fidel y Guevara para sus planes en África y en América Latina. 
La novedad, que sale a la venta mañana, intercala algunos agitados hechos ocurridos luego de la Revolución Cubana con las vivencias en primera persona de “El Losojo” (su apodo), quien vivió siete años de aventuras clandestinas en tres continentes. Y nadie, ni en su círculo más íntimo, supo jamás nada sobre su verdadero trabajo y su lugar en los planes de la revolución guevarista.
El Che junto a Pombo, presumiblemente en África. Orlando creyó recordar que quien se recorta sobre la derecha de la foto era él | Fernando Escobar Llanos
El Che junto a Pombo, presumiblemente en África. Orlando creyó recordar que quien se recorta sobre la derecha de la foto era él | Fernando Escobar Llanos
- ¿Cómo llegó a dar con la historia de Fernando Escobar Llanos?
- Llegué al personaje casi de casualidad. Encontré su historia dentro de “Secretos en Rojo”, un libro que escribió [el escritor y periodista] Alberto Nadra sobre su paso por el Partido Comunista. En esas páginas encontré la historia de Fernando Escobar Llanos, El Losojo, y se me ocurrió pedirle a Nadra que me lo presentara. Mi idea se terminaba en una tarde de mates escuchando anécdotas del Che, nada más. Nunca me imaginé todo lo que esta presentación me iba a significar. A lo largo de todas las entrevistas que fui teniendo con él se me fue abriendo mucho de la historia del Che, pero sobre todo la de mi propia familia (había sido vecino de la casa de mi infancia). Por eso sentí que tenía que empezar a contar desde ese lugar.
- ¿Cómo fue el primer contacto de Escobar Llanos con el Che Guevara?
- El encuentro se dio en el contexto de la conferencia de los cancilleres de la OEA en Punta del Este, en 1961. En esos días, una delegación del Partido Comunista Argentino cruzó a Uruguay en secreto para entrevistarse con el Che. Guevara invitó a uno de esos dirigentes a que viajara con él a Cuba para trabajar en la campaña de alfabetización. Este hombre no estaba en condiciones de ir porque acababa de ser padre. El Che le preguntó si podía recomendar a alguien de su máxima confianza y le recomendó a su propio hermano, el hombre que a partir de ese momento pasó a llamarse Fernando Escobar Llanos, el protagonista del libro.
- ¿Qué rol cumplió en la vida del Che este personaje?
- A lo largo de las entrevistas se contradijo bastante al respecto. Hubo ocasiones en que me dijo que la suya era una relación muy cercana y en otras no tanto. Pasaron sesenta años y la distancia en el tiempo volvió a dibujar los hechos en la memoria de este hombre. Sortear esa dificultad fue lo más engorroso de la investigación. Lo cierto es que El Losojo afirma haber recorrido varias ciudades de Europa, y casi todo África y América Latina para llevar a cabo investigaciones y relevamientos secretos que le había encargado el Che. Eso a él lo marcó de por vida. Sobre todo porque la muerte del Che también tuvo consecuencias muy negativas para él. El rol que él tuvo para el Che… bueno, eso es materia opinable. De hecho es parte del final del libro. Pero lo más destacable es que cumplió misiones para él.
Orlando a mediados de los años sesenta, cuando ya era el Losojo | Fernando Escobar Llanos
Orlando a mediados de los años sesenta, cuando ya era el Losojo | Fernando Escobar Llanos
- ¿Qué tipo de misiones realizaba?
​- La primera de todas fue recorrer la frontera argentina y de los países del cono sur para hacer un relevamiento. Tenía que detectar los puntos por los que se pudiera entrar o salir de cada país sin pasar por aduana ni migraciones. Después, con el tiempo, las misiones se hacían más sofisticadas y tenían que ver con los países que le interesaban al Che. Él hacía una lista y Orlando viajaba antes para preparar los contactos, investigar horarios y movimientos de las ciudades y demás. 
- ¿Con qué tipo de personalidad se encontró usted al entrevistar a “Orlando”?
- Es un tipo desconfiado. No dice todo lo que sabe y no lo disimula. Mantuvo esta historia en silencio durante casi 60 años, y eso tiene consecuencias. Algunas obvias, otras no tanto. Lo único que podría decir con seguridad es que recela mucho de lo que se pueda decir sobre su pasado. Sigue sintiéndose un hombre leal al Che y hace lo que sea necesario para que no se manche su memoria.
Otra imagen cedida por Orlando. Cree recordar que fue tomada a finales de la década del sesenta en Paraguay | Francisco Escobar Llanos
Otra imagen cedida por Orlando. Cree recordar que fue tomada a finales de la década del sesenta en Paraguay | Francisco Escobar Llanos
- ¿Qué indicios pudo recopilar para desentrañar la relación entre este personaje y los líderes revolucionarios?
- “Los Ojos del Che” cuenta, por un lado, la historia que de este hombre, el protagonista. En paralelo mi propio camino en busca de saber si eso es cierto y de ver cómo chequear la información, de buscar testigos, pruebas, o –quizás- algo que lo desmienta. Fue una investigación que llevó más de dos años. Mucho de lo que él dice coincide con los libros de historia, incluso con alguno que salió después de que fueran hechas las entrevistas. Todos los testigos que entrevisté, en Argentina y en Cuba, mi propia madre entre ellos, coinciden en dar indicios que apuntan a creer que lo que cuenta este hombre es cierto. Pero no hay ninguna prueba documental que lo demuestre, como ser una foto clara. Y tampoco alguien que lo pueda desmentir de manera categórica.
- En el libro hay una anécdota con un asado que terminó siendo una de las claves para dar con el vínculo entre Orlando y Guevara ¿Podría contármela?
- Sí, fue en la escuela de entrenamiento en Cuba, en 1963. Así la cuenta Orlando: “Creo que fue el 9 de julio, sí. Se armó una comilona gigante para todos los argentinos. Si no recuerdo mal, asaron un cordero y consiguieron achuras. Ernesto se sentó en una punta. Yo me senté a su lado y del otro se ubicó Emilio Aragonés, el que años después fue embajador de Cuba en la Argentina. Yo me puse a jugar con un cuchillito que todavía tengo, aunque ya está todo gastado. ‘Prestámelo’, me dijo. De pronto se sonríe y me dice ‘me lo quedo’. ‘No, este cuchillo me lo compré con mi primer sueldo cuando tenía trece años, no te lo puedo dar’. Y ahí me empezó a pelear de nuevo, pero ya en otro tono. ‘No, no, me lo quedo, me lo quedo.’ Y Aragonés se cagaba de risa. Me guardé el cuchillo y lo miré fijo: ‘Me lo vas a tener que sacar’. Se mató de risa, me estaba cargando. Todavía lo tengo al cuchillito. De pronto, de la nada, me dice por lo bajo: ‘Hoy tuvimos dos broncas, che. Es mucho. No vamos a tener más', ese era el tipo de relación que teníamos’”.
- ¿Y por qué esta escena es tan importante?

- Porque cuando fui a Cuba pude entrevistar a Salvador Prat, el hombre al que el Che Guevara puso al frente de esa escuela de entrenamiento de la que participó el protagonista del libro. Le mostré fotos del Losojo pero no lo recordaba. Se excusó, por supuesto, porque eso fue hace 53 años. De hecho en un momento dudó de que la historia fuera cierta. Hasta que le pregunté si era cierto que el Che había organizado un asado para una fecha patria de la Argentina. Y si, de eso se acordaba. Nos pusimos a hablar de ese día y él mismo reconoció que yo sabía detalles que no fueron publicados en ningún lado, que solo podía saber alguien que estuvo ahí. Entre miradas cómplices, nos dimos cuenta al mismo tiempo: se trataba de Orlando, El Losojo.
fuente; Clarín

domingo, 25 de septiembre de 2016

NORMAN MAILER

El Atlas americano

Con apenas 25 años, Norman Mailer entró en escena con uno de los debuts más espectaculares de la literatura norteamericana: su monumental novela Los desnudos y los muertos (1948) lo mostraba como un hombre que había atravesado la guerra y estaba dispuesto a ponerse sobre los hombros el horror del mundo para darle sentido. Durante los siguientes 60 años, estuvo a la altura de su ambición: peleó públicamente por lo que creía, diseccionó la realidad y sus mitos, militó por más causas que nadie, escribió como un poseso sobre cada tema que lo obsesionó, ganó enemigos y premios, y hasta su último aliento bregó por una Norteamérica que volviera a esas raíces que alguna vez la hicieron una tierra de libertad. Hace una semana, la literatura se quedó sin una de sus voces más vitales y polémicas. Radar lo despide con una selección de declaraciones ofrecidas durante su vida, y la opinión de amigos, colegas y enemigos que lo disfrutaron, conocieron y padecieron durante más de medio siglo.
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La novela: El propósito último del arte es intensificar y exacerbar la conciencia moral de la gente. Pienso, en particular, que la novela es, cuando es buena, la forma más moral de las artes, porque es la más inmediata, la más insoportable, si usted quiere. La más inescapable. La novela nos cambia la vida. Ha habido, por ejemplo, matrimonios disueltos porque alguno de los dos leyó una novela y llegó a la conclusión de que la vida del personaje del libro era más interesante que la suya propia. Es doloroso leer una buena novela. Por eso hay pocos que lo hagan.
FBI: Creo que mucha gente necesita al FBI para mantenerse cuerda. Es decir, si uno quiere ser profundamente religioso –convertirse en santo, por ejemplo– uno debe arriesgarse a la locura; pero si uno, en cambio, desea huir de la locura, un método adecuado es unirse a una religión organizada. El FBI es una religión organizada.
Los medios:Los medios están constituidos por gente que busca ante todo el poder. Y no porque posean algún sentido moral. Ansían el poder porque les alivia la profunda enfermedad que les aqueja. Que nos aqueja a todos. La enfermedad del siglo veinte. No hay espacio psíquico para todos nosotros. La ley de Malthus ha dejado de ser la de la excesiva procreación de los cuerpos y se ha convertido en la de la excesiva mediocrización de las psiques. Ya nadie muere en el campo de batalla o por falta de alimento: la muerte ocurre dentro del cerebro, dentro de la psique misma.
El fascismo americano: El fascismo se puede obtener en multitud de formas: mediante la Iglesia, el sexo, la seguridad social, la ecología, la medicina socializada, el FBI, el Pentágono. El fascismo no es una filosofía sino un modo asesino de envilecer y matar la realidad suavizándola con mentiras. Cada vez que se contempla un espectáculo deficiente por televisión, se está contemplando a la nación que se prepara para el día de la llegada de Hitler. No porque sea fascista la ideología del espectáculo; por el contrario, la ideología manifiesta es invariablemente liberal, pero el espectáculo prepara para el fascismo porque se trata de arte prostituido, que enferma un poco más a la gente. Y cada vez que el pueblo se enferma a nivel colectivo, el remedio va siendo progresivamente más y más violento e inmoral. La enfermedad insidiosa e insípida exige un purgante violento y de largo alcance.
El publico: Creo escribir para un público que carece de tradición para medir su experiencia, pero posee la intensidad y claridad de su propia vida interior. Para ese público me gustaría ser lo suficientemente bueno como escritor.
Hemingway: Parece más o menos evidente que los hombres que han convivido mucho con la violencia suelen ser más amables y más tolerantes que los que la aborrecen. Los boxeadores, los toreros, gran cantidad de soldados, los héroes de Hemingway en suma, casi siempre son hombres muy amables. Y no porque hayan leído a Hemingway. Eran amables mucho antes de que naciera Hemingway. Sucede que éste fue el primer escritor que observó esa repetición y la respetó profundamente.
El XX, un siglo de plastico: El impulso del siglo XX parece ser el deseo de conseguir que la sociedad ande sobre rieles. Se puede tolerar cualquier cosa con tal que la dialéctica se deslice distante de nuestra naturaleza. Los materiales mismos de nuestro mundo nos sofocan por todas partes. Los plásticos son el perfecto ejemplo material, el sello y la rúbrica tecnológica de nuestro siglo: son materiales sin textura, sin sustancias orgánicas, ningún color natural, impredecibles. Ahora bien, la capacidad razonable de predecir es, después de todo, la armadura con la cual se han construido grandes sociedades del pasado. El plástico, sin embargo, se parte en dos por cualquier razón. Soporta castigos tremendos y súbitamente estalla en la noche. El casco de fibra de un barco puede atravesar tormentas que abrirían un casco de madera. Hasta que un día topa con un modesto escollo y se rompe completamente. O se vuelca de súbito. Y esto es así porque se trata de un material que no alcanza a divorciarse de la naturaleza pues ni siquiera ha formado parte de la naturaleza. El plástico es la perfecta metáfora del hombre del siglo XX y de la curiosa, sorprendente y salvaje índole de la violencia moderna.
Descargo: Se me ha acusado de haber despilfarrado talentos, de haberme entregado a un exceso de actividades, de haberme empeñado con demasiada conciencia en convertirme en famoso, de haber actuado teatralmente en los límites y, en realidad, en el centro de mi propia leyenda pública. Y, por supuesto, como cualquier criminal, soy mi mejor abogado; el día que deje de serlo será un día triste. La defensa que expondré depende de mi noción favorita: que un experto se opone, por definición al crecimiento. ¿Por qué? Porque un experto es el hombre que avanza en una sola dirección hasta que llega un punto en que debe utilizar toda la energía de que dispone para mantener el avance; no puede permitirse mirar en otras direcciones. En otras palabras, se ha convertido en miope. Por este motivo los chicos que usan anteojos suelen disgustar a los que no los usan. Los que tienen buena vista sienten que el niño con anteojos es un experto que gobernará el mundo. Creo que la primera vergüenza crónica que experimenté en la vida fue el tener que usar anteojos. Y ahora no los uso, aunque soy tan miope que no reconozco a mi mejor amigo a tres metros de distancia. Como he sido un experto prematuro, creo que reaccioné contra ello: resultar bueno para cualquier cosa me podía liberar del problema.
Marihuana: La marihuana afecta el sentido del tiempo: te acelera; te abre a tu inconsciente. Pero todo sucede como si estuvieras acudiendo a las reservas que tienes para los tres próximos días. Todas las dulzuras, todos los cristales salinos, todas las pequeñas decisiones, todo el trabajo inconsciente de los tres próximos días –o, si la experiencia es lo bastante profunda, de los próximos treinta días o de los próximos treinta años– se anticipa. Durante media hora o durante un par de horas –según sea la fuerza de la yerba– te encuentras mejor que habitualmente y te metes en situaciones en que no te meterías habitualmente y te suceden más cosas. Haces mejor el amor, hablas mejor, piensas mejor, comprendes mejor a las personas. El asunto es que tienes que llegar lejos, porque estás usando tres días en una hora. Así que a menos que vuelvas –digamos– con setenta y dos horas en una hora, perdiste.
Pena capital: Que el pueblo vea al verdugo profesional y al condenado luchando mano a mano en la arena. El verdugo es un profesional y va a ganar la mayoría de las veces; pero no tiene la absoluta certeza de ganar y esto deja al condenado una última oportunidad para luchar por su existencia. Y ese espectáculo abre los ojos del público a la verdadera naturaleza de la ejecución. Que vean la sangre sobre la arena. Es posible que el público decida que así y todo sigue deseando la pena capital. Si es así, tendrá más poder. Les gusta la sangre. Pero al menos una hipocresía profunda –el apartamiento de la ejecución de los ojos del público que la ha decretado– dejaría de existir.
Orgasmo: No existe sexo en gran escala si no se atraviesa un momento apocalíptico. Williams Burroughs cambió el curso de la literatura norteamericana con una sola frase. Dijo: “Vi a Dios en mi ano durante el relámpago de la lámpara del flash del orgasmo”. (Es la primera frase de El almuerzo desnudo). Se trata de una frase increíble: surgió a finales de la época de Eisenhower, se imprimió cerca de 1959 en el Big Table de Chicago. Recuerdo que la leí y pensé: “No puedo creer que acabo de leer esas palabras.” No sé decirle la cantidad de tabúes que violaban. En primer lugar, no se suponía que se podía conectar a Dios con el sexo. En segundo lugar, nunca se hablaba del ano y evidentemente no en relación con el sexo. Y si lo hacías, eras la forma más baja del pervertido. En tercer lugar, la observación era obviamente homosexual. En esos días no había costumbre de ver tales cosas impresas. Y en cuarto lugar, había allí un feo matiz tecnológico: ¿por qué tuvo que incorporar una lámpara de flash? ¿De qué naturaleza era ese orgasmo? Por primera vez alguien hablaba de la naturaleza interior del orgasmo.
Cristo: Si uno ama a su mujer y ama a sus niños, de a poco se empieza a sentir la proximidad de Dios. No estoy diciendo que tu esposa sea Dios o que lo sean los niños, pero uno está casado con un aspecto más de la creación. Es decir, tocas a Dios. De este modo, la mayoría de la gente se torna tranquilamente religiosa y después de muchos años puede decir: “Sí, creo en Dios, creo mucho en Dios”. Ha habido un crecimiento tácito del sentimiento, sin que se lo advierta ni se piense necesariamente en ello. Continúan por años con sus niños y en cierto momento se encuentran con que están rezando. Supongamos que un niño se enferma, rezan por la protección del niño enfermo y caen en la cuenta de que se han acercado mucho a Dios, porque han visto este extraordinario milagro de un niño que crece cada día, y cambia cada día, y tiene una vida que no se puede explicar ni por la habilidad de la madre ni por la del padre. La creación entonces parece hermosa, se manifiesta. Pero, como dije, éste no es el camino ni el modo del místico. Si usted quiere, esto es encontrar a Cristo a través de las obras.
El mundo: Me importa mucho conocer los modos como funciona el mundo. Creo que la mayoría de los escritores talentosos se arruinan porque carecen de la suficiente experiencia para conocer y aprender y entonces sus novelas propenden siempre a poseer cierta paranoide perfección que no es tan buena como los encrespados límites de la realidad. La canción del verdugo impactó mucho a la gente precisamente porque no es una obra paranoide. Incluye todo el arriscamiento de lo real. Si ese libro lo hubiera imaginado solamente, habría resultado mucho más perfecto y mucho menos bueno.
Ese es el tema que me obsesiona: qué parte de la historia que se genera en torno de nosotros es conspiración y qué parte sólo estúpidas coincidencias. Y hace falta conocer el mundo para tener alguna idea clara al respecto. ¿Cuánto controla efectivamente la mafia, cuánto cae en sus manos por pura suerte?
Corporaciones: Las corporaciones rebajan el verdadero estándar de vida. Teníamos carreteras por las cuales realizar un viaje interesante. Ahora las supercarreteras y autopistas han vuelto monótono hasta el paisaje más hermoso. Construimos edificios sin rostro, sin decoración, sin personalidad, de techo plano. No nos exaltan si los miramos; nos deprimen. La exaltación forma parte, también, de nuestro verdadero estándar de vida. Y adulteramos la comida. Los comestibles promedio –y no sólo en Norteamérica, porque exportamos esta porquería– cada vez tienen menos sabor.
TV: La televisión adultera las relaciones humanas. La TV hace a las relaciones humanas lo que los alimentos congelados hacen a los verdaderos.
Guerra fria: Que alguien se decida a decir que no tenemos que resistir a los rusos. Que vengan acá y se mueran de indigestión. Dejémolos que intenten tomar Norteamérica. Perecerán. A los norteamericanos les gustaría la idea de formar una resistencia subterránea. Se produciría el mayor grito de libertad jamás oído. Y los rusos se fundirían en las costas de América. Esta idea nunca se ha conversado en nuestro país. Y le muestro su fuerza si pensamos en lo opuesto: ¿qué pasaría si los rusos nos invitaran a ocuparlos? Nos agotarían como nación.
Mailer: Siempre me ha parecido que la gente no reacciona ante mí como si estuviera realmente ante mí, sino como si estuviera frente a una fotografía mía. Así que puedo cambiar la fotografía y divertirme observando las reacciones. El demonio que hay en mí se regocija con esta capacidad camaleónica. Nunca podrás comprender a un escritor hasta que le encuentres y precises su pequeña vanidad secreta; la mía siempre ha sido la seguridad de que puedo frustrar las expectativas. La gente cree que ha encontrado el modo de prescindir de mí, pero, como el mayordomo loco, regreso a servir la comida.
Cine: Me parece que las buenas películas tienen más posibilidades de alcanzar los sentimientos más profundos de la gente. El cine es más primitivo, me parece, que la literatura. Las películas se dirigen a estados de conciencia más primitivos. La gente que no sabe leer puede, sin embargo, reaccionar profundamente ante una película. Y la película verdaderamente buena afectará a dos personas profundamente y estas dos personas podrán discutir durante horas su mensaje. Uno podrá decir que es una sátira y el otro que es una tragedia. La película debiera calar hondo en la psique y demostrarse verdaderamente perturbadora. Una persona puede atravesar el horror con ella, y la otra reírse. Eso es buen cine. En el malo todo el mundo se ríe de lo mismo.
Los gigantes: Hay por lo menos veinte escritores americanos que, preguntados por quién es el más importante de Estados Unidos hoy, situarían en primer lugar a un autor: a ellos mismos. John Updike diría que es John Updike y Saul Bellow habría dicho que Saul Bellow. Y Norman Mailer, se lo puedo asegurar, diría que Norman Mailer. Pero en la actualidad no hay gigantes. Hubo un Hemingway y un Faulkner. Ahora somos como los radios de una rueda. No se puede preguntar cuál es el radio principal.
Borges: Está bien, era un conservador, pero... No soporto pensar en un escritor en términos políticos. Y menos en primer lugar. Es lo mismo que pensar en alguien y empezar por el ano. Borges tiene la mágica habilidad de tomar una anécdota e invertirla por completo. Muchas veces he pensado que Borges hace en cinco páginas lo que a Pynchon le cuesta quinientas. Borges nos muestra los recursos de la novela. Es el mago de los magos.
Garcia Marquez: Es maravilloso. En Cien años de soledad creó cientos de mundos, no uno solo. No sé cómo es capaz de hacerlo. La gente aparece en sus libros... En diez páginas crea una familia que tiene dieciocho hijos durante diez años, y uno conoce a cada uno de los hijos y todos los acontecimientos que les sucedieron en la vida.
Liberalismo: A los liberales no les gusta creer en el vasto poder del inconsciente, en la malignidad del verdadero asesino que reside dentro de la gente más ordinaria. Confundir la superficie con la realidad es el reflejo básico del liberal. En efecto, los liberales se lo pasan diciendo: “No veo a Dios, ¿por qué suponer entonces que existe?” De aquí proviene, me parece, su actual bancarrota. El liberalismo no tiene nada incitador ni excitante que proponer. Creo que este fracaso se origina en su incapacidad de encarar el asunto más temible del siglo XX, que no es el comunismo, sino el nazismo. No ha podido ni siquiera acercarse a la comprensión de ese increíble fenómeno que se apoderó del país, de la gente más decente, trabajadora y limpia del mundo, el fenómeno increíble de un fascismo que fue mucho más allá de los límites normales del totalitarismo y provocó el más extraordinario y despreciable exterminio de enormes cantidades de gente. Y esto surgió de una nación que siempre respetó tremendamente la ley. El inconsciente es, en verdad, un lugar inmundo. Los liberales, que son incapaces de integrar este pensamiento dentro de su filosofía, saludaron obviamente muy felices esa frase de Hannah Arendt. Pero creo que hablar de la banalidad del mal nos empuja precisamente en la dirección equivocada.

El fantasma de Norman

Norman Mailer en los ojos y la pluma de amigos, colegas y enemigos.


Marlon Brando

”Una tarde fui una cafetería en la esquina de las calles Cuarta y Séptima y me senté junto a dos hombres. Cuando empezamos a conversar, un hombre me habló con un cerrado acento de Texas, así que le pregunté de dónde era. ‘Nueva York’, me dijo. ‘¿Dónde consiguió ese acento de Texas?’, le pregunté. ‘Estuve en el ejército’. ‘¿Pero por qué obtendría un acento de Texas en el ejército?’. Estoy seguro de que mi rostro delataba una gran confusión. ‘Era una pátina protectora –me dijo–, porque si eras un judío en el ejército, recibías burlas, te gastaban y te la hacían difícil. Así que fingí ser texano.’ Me dijo que había salido del ejército hacía unos ocho meses, pero que la costumbre no se le había ido. Después nos presentamos. Me dijo que su nombre era Norman Mailer” (Nueva York, 1943).
De Canciones que me enseñó mi madre, de Brando y Robert Lindsey, 1994.

Arthur Miller

“Entonces estábamos viviendo en un edificio de la calle Piertpont cuya calma normal se interrumpía cada tarde por una discusión a los gritos en el hall de afuera. Pensando que la violencia estaba a punto de estallar, abrí la puerta y me encontré con un hombre joven y menudo en uniforme del ejército sentado en las escaleras con una mujer joven y hermosa que reconocí como nuestra vecina de arriba. Se quedaron en silencio cuando me vieron, así que me imaginé que todo estaba bajo control y volví a nuestro departamento. Después el joven soldado, ahora sin uniforme, se me acercó en la calle y se presentó como escritor. Su nombre, dijo, era Mailer. Recién había visto mi obra, All My Sons. ‘Podría escribir una pieza como ésa’, me dijo. Era una afirmación tan obtusamente chata que me empecé a reír pero él hablaba completamente en serio y de hecho hizo intentos intermitentes de escribir teatro en los años siguientes. Como en ese momento estaba construyendo mi lugar en el mundo, Mailer me impresionó como alguien que quería tener conversos antes que amigos, así que nuestros impulsos, esencialmente similares, difícilmente se podrían mezclar. En cualquier caso, aunque vivíamos en el mismo barrio, nuestros caminos rara vez se cruzaron.” (Brooklyn, N.Y., 1947)
De Timebends: A Life de Arthur Miller, 1987

Lilian Ross, redactora del New Yorker

“Había escrito un artículo para la sección ‘Talk of the Town’ en 1948, cuando su primer libro, Los desnudos y los muertos, se publicó y se convirtió en best-seller. (‘Mailer es un tipo atractivo de 25 años, de ojos azules y grandes orejas, de voz suave y modales rotundos. Mailer tiene la incómoda sensación de que Dostoievski y Tolstoi ya han escrito todo lo que vale la pena escribir, pero aún así quiere seguir publicando novelas’). Después de eso, aunque me dijo que no le importaba mucho mi ‘oreja’ para su conversación, nos hicimos amigos. Di largas caminatas con Mailer. Nos contábamos qué queríamos. Yo le dije que quería ser ‘la mejor mujer reportera del mundo’. Esto era antes de la liberación femenina, y deliberadamente usé la palabra calificadora ‘mujer’. El dijo que quería ser ‘el mejor novelista de nuestro tiempo’, y por supuesto no agregó ‘hombre’”.
De Here but Not Here: My Life With William Shawn and The New Yorker, de Lilian Ross.

Gore Vidal

“Conocí a Mailer en la casa del novelista Vance Bourjaily. Vance y su mujer habían organizado una especie de salón literario neoyorquino que tendía a hacer una red de escritores-escritores más que de maestros-escritores. Mailer me dice que yo sentía curiosidad por su edad, y la de sus padres. Dice que después calculé que iba a ‘ganar’ porque estaba predestinado a vivir más que él.
Años más tarde, Norman me dijo: ‘Yo creía que eras el diablo’. Yo lo encontré interesante, aunque verborrágico.” (Nueva York, años ‘50)
De Palimpsest: A Memoir de Gore Vidal, 1995.

Christopher Isherwood

“Creo que Norman Mailer estaba en la ciudad por el proyecto de filmar su novela Los desnudos y los muertos. Norman y Christopher se llevaron bien. Norman, en esos días, era un hombre callado y amable que entretenía a Christopher con sus arranques de candor... recuerdo a Norman entreteniendo a un importante grupo de parapléjicos (que eran parte de los extras de la película The Men) en la casa de Christopher. De acuerdo con mi memoria, Christopher les había preguntado a sus visitantes por adelantado si había alguna celebridad que querían conocer. Todos estuvieron de acuerdo en nombrar a Mailer. Llegó puntual, bien vestido y sobrio. Las mujeres presentes estaban dispuestas. Después empezó a contar historias sobre su vida en el ejército, historias graciosas perfectamente inofensivas, sin horrores ni sexo ni enfermedades venéreas. Lo que era impresionante era el diálogo. ‘A esa altura el sargento estaba un poco impaciente así que me dijo...’ Mailer mantuvo la misma sonrisa de fiestita linda en su rostro, y continuó, sin cambio alguno en el tono: ‘Bueno, hijo de puta, ¡una palabra más y te meto el escobillón en el orto!’. Los invitados hombres rugieron. Las mujeres parpadearon y trataron de sonreír –reflejando, sin duda, que habían leído diálogos así de duros en la novela de Mailer–; cuando salía de su boca, no podía llamarse vulgaridad, era prácticamente literatura.”
De The Lost Years: A Memoir, 1945-1951, de Christpher Isherwood, 2000.

Edward Abbey, escritor y ambientalista

“Anoche fui a una fiesta en el Greenwich Village y ahí estaba Norman Mailer, rodeado por un círculo de público e interlocutores. Yo era demasiado tímido como para entrometerme, aunque lo deseaba mucho. Por suerte, mi hermosa y llena de recursos Rita estaba allí para ayudarme; le tocó el hombro al celebrado joven, llamándolo por su nombre como una conocida respetuosa, y sin gastar una respiración en pedir disculpas o presentarse le informó que alguien allí quería conocerlo, y después alegremente me presentó, y también a unos amigos.
Un joven agradable, Mailer. Me estrechó la mano con firmeza, sonrió, me miró un minuto con ojos interesados y amigables. Mi nerviosismo se desvaneció en seguida, y en un momento nosotros –unos tres o cuatro– estábamos hablando de libros (de sus libros), Shakespeare, el teatro, la última guerra. Nos habló sobre sus experiencias en el frente, y cómo se conectaban con su famoso libro, Los desnudos y los muertos.
No recuerdo que haya dicho algo particularmente brillante o memorable, quizá porque escuchó más de lo que habló. Lo consideré innecesariamente paciente, tolerante; tuvo que escuchar alguna basura espantosa: un hombre simple hablando de su vida fácil en el ejército, cómo no podía entender que a alguien le disgustara (había sido reclutado cuando la guerra ya había terminado); otro tipo, un idiota insolente, tirándole humo en la cara, en su copa de vino, describiendo en detalle sus experiencias como taxista (Mailer pareció sinceramente interesado). Y así sucesivamente.
Mailer tenía pelo color arena corto y enrulado, un rostro algo pálido y enfermizo, ojos suaves, orejas grandotas, hombros redondeados, manos pequeñas. No es alto, siempre está encorvado, la cabeza encogida entre los hombros, las manos en los bolsillos, el mentón sobre el pecho, el cigarrillo colgando, la actitud de un hombre centrípeto que escucha. Usaba un traje marrón oscuro, no demasiado limpio, y zapatos que necesitan ser lustrados tanto como los míos.”
De Confessions of a Barbarian: Selections from the Journals of Edward Abbey 1951-1989, 1994.

Hiram Haydn, editor de Random House

“Cuando Norman Mailer estaba enviando El parque de los ciervos a varios editores simultáneamente, nosotros en Random rechazamos la novela. Yo fui el principal responsable de la decisión. Aún así insistía en culpar (y ridiculizar) al editor Bennett Cerf, a quien se refería como ‘Sally Cerf’. Poco después los tres fuimos a una fiesta en la casa de William Styron en Roxbury, Connecticut. Mailer estaba muy peleador esa noche. Durante toda la cena estuvo molestando a Cerf con ‘aspersiones’ sobre su virilidad. Lo desafió a ‘ir afuera’. Finalmente, para sorpresa de todos, ignorando por completo la diferencia de 25 años entre ellos, Bennett salió al patio por la puerta de adelante. Norman no lo siguió; se conformó con el ridículo.” (Nueva York, mediados de los ‘50)
De Words & Faces, de Hiram Haydn, 1974

Mike Wallace, periodista

“Norman Mailer agració al programa Night Beat con su presencia. En ese entonces era conocido primordialmente como novelista. Recién empezaba a hacer ese periodismo cargado y altamente personal que se convertiría en su fuerte literario en los años ‘60 y ‘70. Tampoco había desarrollado su enorme personaje televisivo –mitad gurú, mitad bufón– que lo haría objeto de celebración, admiración y maravilla en los años posteriores. Pero no había duda de que cuando apareció en Night Beat estaba empezando a moverse en esa dirección.
El gran héroe de Mailer en ese momento era Hemingway. De hecho, había propuesto en un artículo que Hemingway debía presentarse para presidente porque ‘este país debería tener a un hombre como presidente por una vez; por demasiados años nuestras vidas estuvieron guiadas por hombres que esencialmemte eran mujeres’. No hace falta decir que me referí al artículo en nuestra entrevista:
Wallace: –¿Qué quiso decir con ‘hombres que esencialmente eran mujeres’? ¿Cuál de nuestros líderes es tan poco masculino que usted lo considera así?
Mailer: –Bueno, creo que el presidente Eisenhower es un poco mujer.”
(Nueva York, 1957).
De Close Encounters: Mike Wallace’s Own Story, de Mike Wallace y Paul Gates, 1984.

Alfred Kazin, crítico literario

“Mailer me invita a cenar en el salón Roble del Plaza. Norman puede ser estudiadamente correcto y amable cuando no está persiguiendo a sus demonios favoritos. Pero incluso aquí en el Plaza está intentando, con la rígida dulzura de un misionero, persuadirme de que el cáncer es producido por la represión sexual. No obstante el cáncer, hay un show de moda en el salón, y las modelos circulan deliciosamente mientras desfilan sus sensuales vestidos alrededor de nuestra mesa. Norman, absorto y dedicado a persuadirme, nunca las mira, ni un segundo.” (Nueva York, fines de los ‘50)
De A Lifetime Burning in Every Moment de Alfred Kazin, 1996.

Anthony Burgess

“En una fiesta de Panna Grady en Manhattan, una anfitriona literaria de extraña pero atractiva belleza, Norman Mailer me dijo –en un salón colmado de los grandes nombres culturales del período– ‘Burgess, tu último libro es una mierda’.” (Nueva York, 1966)

Budd Schulberg, novelista y guionista

“Cuando estábamos cubriendo la pelea por el título de los pesados Liston-Patterson, Norman expresó su hambre de estar en la luz pública al desnudo. Me dijo que iba a usurpar el lugar de Sonny Liston en el círculo de ganadores durante la conferencia de prensa. Le cuestioné si ésa era una maniobra digna para un novelista. ¿Debía el autor de Los desnudos y los muertos y El parque de los ciervos competir con el campeón del mundo? La respuesta de Norman fue una revelación. Como hacía años que no tenía una novela exitosa (y, como le pasó a muchos escritores norteamericanos talentosos, no pudo superar su primer éxito), tuvo intenciones de ejecutar un ‘caper’ (creo que ésa fue la palabra que utilizó) que le ayudaría a mantenerse en la arena pública.”
De The Four Seasons of Success, de Budd Schulberg, 1972.

Diana Trilling, autora y crítica

“Norman y yo nos conocimos en una fiesta en la casa de Lilian Hellman donde él se dio vuelta para mirarme en la mesa y dijo: ‘¿Y a vos qué te parece, concha inteligente?’. Usualmente, la gente me habla con un espantoso respeto. El llamó mi atención. Nos hicimos amigos.”
De The Beggining of the Journey: The Marriage of Diana and Lionel Trilling de Diana Trilling, 1993.

Andre Dubus, novelista

“Mi editor me llamó para que fuera con mi esposa a Nueva York. Ibamos a cenar en el Algonquin con el editor y el abogado de la editorial. Encendí la mesa de luz. En el suelo había una copia de Advertisements for Myself de Mailer. No había empezado a leerlo, pero ahí estaba, y lo levanté. Para ese entonces, él había soportado todo lo que un escritor podía imaginar.
Mailer estaba en el Algonquin. Lo vi cuando entramos, Pat, mi editor y yo. Durante la noche había estado conmigo, y ahora estaba comiendo con una mujer. Le dije a mi editor que quería conocer a Mailer. Fuimos hasta su mesa, mi editor le habló, y Mailer se puso de pie, sus ojos llenos, brillosos y pícaros. Extendí la mano y cuando me la estrechaba le dije: ‘Señor Mailer, pasé la noche leyendo Advertisements for Myself y lo estoy usando de la misma manera que los boxeadores usan resina en los zapatos antes de salir al ring; porque creo que estos tipos me van a cagar’.
Sonrió y sus ojos se iluminaron y todavía apretando mi mano dijo: ‘Bueno, ese libro ha sido usado de un montón de maneras, así que también puede ser usado de ésta. No deje que lo atrapen’.” (Nueva York, 1967)
De Meditations from a Movable Chair de Andre Fubus, 1999.

Alberto Moravia

“Fui a Cabo Kennedy a presenciar el lanzamiento del Apollo. Me había mandado L’Espresso. Norman Mailer estaba ahí por las mismas razones que yo, sólo que él escribió un libro y yo tres artículos.
Hay que entender la diferencia entre Norman Mailer y yo tanto en sentido profesional como social. Yo soy, o quiero creer que soy, un escritor cuyo éxito o fracaso depende de cómo están escritos sus libros. Norman Mailer, al contrario, es una figura pública, y triunfa siempre. Escribió una primera novela, Los desnudos y los muertos, que era buena, y le fue bien. Escribió una segunda no tan buena, y eso estuvo bien, también. Apuñaló a su esposa, y eso estuvo bien; se casó con la hija de un lord, y eso estuvo bien también. Se candidateó a alcalde de Nueva York y fracasó, pero no pasó nada; escribió 500 páginas sobre el vuelo del Apollo y eso estuvo realmente bien. Dicho esto, también hay que tener en cuenta que Norman Mailer, quien se define como un revolucionario conservador, es una de las figuras públicas norteamericanas más agradables, y el autor de dos o tres libros importantes.”
De Vida de Moravia, de Alberto Moravia, 2000.

John Updike

“Mailer, que era mucho más petiso de lo que yo esperaba –así como Robert Lowell era más alto de lo que yo creía– una vez bailó alrededor mío en una oscura esquina (44 y 2da, si la memoria no me falla), canturreando sobre mi supuesto gran atractivo físico: me decía que era el hombre más guapo que él había conocido. Lo tomé como una hipérbole bien Mailer, absurda pero con algo muy profundo –quizá mi deseo secreto de ser guapo, que sólo él, y en esa luz baja de la calle, en un horario de borrachos, supo percibir–.”
De Picked-Up Pieces de John Updike, 1975.

Germaine Greer,
teórica feminista y escritora

“Cuando conocí al gran hombre, estaba sentado en un vestidor verdoso del New York Hall, iluminado como un ídolo de matinée, siendo fotografiado por un muy apologético (y muy poco interesante) profesional. Mailer fingió incomodidad de macho, mientras yo me preguntaba si el tratamiento de estrella era normal, porque Mailer no impresiona como alguien muy fotogénico. Me pidieron que posara a su lado. ‘Usted se ve mejor de lo que yo pensaba’, me dijo. ‘Ya sé’, le respondí, recordando sus descripciones de las mujeres militantes por la liberación. Mi educación de convento me previno de expresar lo decepcionada que estaba. Esperaba un hombre duro y nudoso y Mailer era positivamente blando. Me contenté con decir que sus ojos eran menos azules de lo que me habían llevado a creer ciertas fotos retocadas.”
De The Madwoman’s Underclothes: Essays & Occasional Writings 1968-1985 de Germaine Greer, 1986.

Jill Johnston,
periodista y crítica de danza

“Estuve sentada junto a Mailer en el escenario del Town Hall durante el foro público sobre feminismo que moderó. Aunque nunca me había gustado Mailer o su escritura, su propensión al escándalo fue un ejemplo que entró en mi sistema durante los ‘60. Y algo más: el vehículo de mi fama, el Village Voice, era parcialmente propiedad de Mailer, que lo había fundado en 1955 junto a Dan Wolf y Ed Fancher. Mailer, que seguramente me aborrecía (cuando no era por su ataque al feminismo, era grosero conmigo cada vez que nos veíamos) me presentó como ‘la maestra de asociación libre del Village Voice’.” (Nueva York, 1971).
De Paper Daughter: Autobiography in Search of a Daughter, Volume II de Jill Johnson.

Milos Forman

“Unos cuantos personajes de Ragtime estaban basados en gente real. Estudiando sus retratos en viejas revistas y libros, me di cuenta de que uno de ellos, el famoso arquitecto Stanford White, se parecía mucho a Norman Mailer. Había una simetría adicional en sus vidas porque ambos habían provocado escándalos en los tabloides así que le pregunté a Mailer, a quien había conocido socialmente, si estaba interesado en audicionar para un pequeño papel. Su audición fue buena, y lo elegí para Stanford White.
Cuando llegó el momento, yo estaba tan nervioso ante la perspectiva de dirigir al notorio y gran autor como él lo estaba respecto de actuar, aunque no reaccionaba como lo hacen los actores cuando están nerviosos. No hizo monólogos abstractos ni otras cosas que hacen los actores cuando están perdidos en una escena. Luchó valientemente con el papel. Me gusta mucho en la película.” (Nueva York, 1980)
De Turnaround: A Memoir, de Milos Forman con Jan Novak, 1994.

Martin Amis

“En su departamento de tres pisos en Brooklyn Heights, con vista al puerto de Nueva York y los encendedores Dunhill de Manhattan, Mailer se acomodó en su silla de respaldo duro y me pidió que me sentara en el viejo sofá de terciopelo. ‘No puedo sentarme en una silla blanda. Me hace doler la espalda’, dijo con una mueca de disculpas.
La sexta esposa de Mailer, la modelo y actriz de ojos oscuros Norris Church, estaba sentada cerca, leyendo una revista.
Su rostro es más delicado y menos pugilístico de lo que uno esperaría, el cuerpo más redondeado, diminuto. El pelo enredado es blanco y abundante, la frecuente sonrisa sabia pero generosa. A pesar de su larga historia de exhibicionismo, ya no disfruta dar entrevistas. Uno puede sentir que se pregunta cuánto de su encanto necesitará entregar.
Mailer miraba deseoso mientras yo disfrutaba de mi trago. ‘Es terrible el precio que hay que pagar –me dijo, refiriéndose a sus ocho meses de abstinencia–. El día no es lo suficientemente largo, y tengo que trabajar tan duro ahora para hacer el dinero... Mis nervios han sido muy bien barnizados por el alcohol, gracias a Dios. Sólo significa que ya no hay nada que esperar cuando se termina el día.’
‘Muchas gracias –dijo Norris–. ¿Y yo qué?’
‘No, el sexo es fantástico. Coger es fantástico. Lo extraño, eso es todo.’”
De The Moronic Inferno and Other Visits to America de Martin Amis, 1986.

Roger Ebert,
crítico de cine

“Con Los hombres duros no bailan estaba determinado a hacer una película real, un largometraje comercial que pudiera exhibirse en cualquier parte y atraer multitudes los sábados por la noche. Estaba rodando en Provincetown, y lo visité en noviembre de 1986.
Tenía puesta una chaqueta demasiado chica para él, así que parecía envuelto en algo. Tenía zapatillas. A la primera frase me di cuenta de que estaba de buen humor. Había estado rodando de noche y durmiendo de día, con una agenda tortuosa para las primeras tres semanas de su primera película de alto presupuesto para Hollywood, y no estaba cansado; la experiencia lo hacía feliz. Me dijo que el momento más feliz de su vida había sido cuando dirigió su película underground Maidstone y creía que dirigir cine satisfacía una parte de su personalidad que nunca había sido tocada por la escritura. Mailer había estado luchando durante años por el título del hombre de letras más importante de Estados Unidos, y ahora quería ser el director de cine más importante, también.”
De Two Weeks in the Midday Sun: A Cannes Notebook de Roger Ebert, 1987.

Camille Paglia

“Los extensos obituarios dedicados a Norman Mailer la semana pasada no pudieron ocultar el hecho de que su enorme fama es cosa del pasado, y que pocos jóvenes (fuera de la comunidad literaria) han escuchado hablar de él. Ciertamente Mailer era un personaje mayor cuando yo fui a la universidad. No me impresionaban sus novelas, pero sí su periodismo, visionario, a veces alucinatorio, en primera persona. Y me sentí directamente inspirada por su ecléctico Advertisements for Myself (1959), que tomé como base cuando mis primeros libros fueron atacados por el establishment feminista en los años ‘90.
The Prisoner of Sex de Mailer (el ensayo original de 1971, no el libro) fue una importante declaración sobre los miedos y deseos sexuales de los hombres. Su justa con Germaine Greer en el notorio debate del Town Hall de Nueva York ese mismo año fue un momento pivotal en las guerras de los sexos. Yo amaba a Greer, y todavía la amo. Y también pensaba que Jill Johnston (que irrumpió en el debate con chicanas lésbicas) era una pensadora de vanguardia: devoraba sus columnas en el Village Voice que evolucionaron de crítica de danza a inmensamente provocativo comentario cultural.
El feminismo habría sido más fuerte de haber sido capaz de absorber los argumentos de Mailer sobre el sexo. Si mi sistema pareció heterodoxo por tanto tiempo, es porque yo soy una de las pocas feministas que pudieron apreciar e integrar a los tres pensadores: Mailer, Greer y Johnston. Lamento que Mailer, presumiblemente dominado por las mujeres, haya abandonado la arena del género.”
De su columna en la revista Salon, 2007.

Roger Kimball,
crítico de arte y columnista cultural conservador del Wall Street Journal

“Mailer epitomizaba una cierta especie de radicalidad machista y adolescente que ayudó a llevarle a un amplio público demostraciones de violencia, tiradas antiamericanas, y jactancias sexuales. Nadie combinó apreciación crítica, celebridad popular y políticas radicales chic como Mailer. Desde la década del ‘40 hasta la del ‘80, demostró ser un especialista en persuadir a intelectuales crédulos de que colaboraran con su megalomanía. Aunque modeló su personaje con algunos de los características menos atractivas de Ernest Hemingway –bebida, boxeo, corridas de toros– se las arregló para poner al día ese machismo patético y usado con algunos significativos embellecimientos de posguerra: radicalidad y Reich, para empezar... La obsesión de Mailer con la violencia contra las mujeres parece haber tenido una larga gestación. Carl Rollyson abre su biografía de Mailer con una historia de John Maloney, un borracho y amigo de Mailer y William Styron. En 1954, Maloney apuñaló a su amante y huyó. Fue encarcelado, pero quedó en libertad cuando se levantaron los cargos. Styron recuerda que en el momento Mailer le dijo: ‘Dios, me gustaría tener el coraje de apuñalar a una mujer así. Ese fue un acto con pelotas’. Eso dice algo de la idea que tenía Mailer sobre el ‘coraje’, Después, claro, él también apuñalaría a una mujer, su esposa.
La dimensión cómica e ingeniosa de la escritura de Mailer es grande. Pero sus muchos elementos siniestros ensombrecen su humor. Norman Mailer puede haber sido gracioso sin intención, pero era deliberadamente repulsivo. Fue una figura importante en la historia de la revolución cultural norteamericana no porque la gente lo encontrara ridículo sino porque, al contrario, mucha gente influyente tomó en serio las ideas de este hombre ridículo.”
En su blog pajamasmedia.com

Top 5

Para leer a Norman Mailer

Los desnudos y los muertos (1948)

El debut de Mailer por todo lo alto: una novela monumental de casi mil páginas que inauguraba la narrativa de posguerra norteamericana, y que fue inmediatamente comparada con Guerra y Paz de Tolstoi y La roja insignia del coraje de Hart Crane. Aunque aquellos elogios quizá sean un poco excesivos a la distancia, lo cierto es que esta novela de soldados durante la Segunda Guerra, con un final trágico y desgarrador que, según Mailer, sólo pudo escribir en su juventud, lo convirtieron a los 25 años, en la gran promesa de la literatura norteamericana.

Los ejércitos de la noche (1968)

Publicado en pleno auge del non-fiction que había inaugurado Capote en 1965 con A sangre fría, se proponía desde su subtítulo contar “la historia como novela, la novela como historia”. Su tema: la marcha sobre el Pentágono en octubre del ‘67 contra la Guerra de Vietnam. En 1966, Hunther Thompson había publicado Hell’s Angels y en ese mismo 1968 Tom Wolfe publicaría The Kool-Aid Acid Test, pero sólo Mailer desafiaría el mandato de Capote de evitar toda subjetividad en el non-fiction y se valdría de todos los recursos –incluido usarse a sí mismo como celebridad y personaje– para construir un libro que se alzaría con el Pulitzer y el National Book Award.

El prisionero del sexo (1971)

A comienzos de los ‘60, Mailer, aprovechando su inmenso éxito, se vuelca al periodismo como ensayista agudo y polemista furioso. No hay discusión en la que no intervenga ni tema del que no tenga algo que decir: la marihuana, el LSD, Kennedy, los derechos civiles, Vietnam, la carrera espacial. Pero la discusión que lo tuvo como protagonista y lo perseguiría hasta los 84 años fue el enfrentamiento con el Movimiento de Liberación Femenina. Este libro, publicado originalmente en la revista Harper’s, ardiente defensa de su virilidad y documento central de la guerra de los sexos de aquellos años, ha sido despellejado y aplaudido, y todavía hoy es discutido.

La canción del verdugo (1979)

“¿Cuál es el valor de una vida?” Con alguna maledicencia, alguien podría sugerir que la respuesta está en A sangre fría de Capote. Pero lo cierto es que Mailer construyó su propia novela sobre un asesino, Gary Gilmore, condenado a muerte y ejecutado en enero de 1977, y la recreación de su mundo a partir de los testimonios de su amante, sus amigos, parientes, empleadores, víctimas, policías, jueces, guardiacárceles, psiquiatras y periodistas. Escritores como John Cheever y Joan Didion reconocieron la ambición y el éxito de una obra que, además, se llevó el Pulitzer y se convirtió en su mayor best seller. Para muchos, también su mejor libro.

El fantasma de Harlot (1991)

Durante décadas, Mailer habló de la distancia que había entre la paranoia, las casualidades y la verdad histórica en un país dominado por las corporaciones, la tecnología y los servicios secretos. Esta novela de 1300 páginas es su esfuerzo más claro por escribir una obra sobre el tema. Su trama son las memorias de un ex agente de la CIA, tejida a partir de documentos, testimonios y entrevistas reales. Muchos la consideran la cumbre de sus capacidades como novelista y cronista. Sin embargo, la crítica fue particularmente dura con el libro –al punto de que Mailer decidió no publicar (o no escribir) la continuación que prometía en su última página