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lunes, 2 de enero de 2017

ANDRES RIVERA

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Por Guillermo Saccomanno
En "Para ellos, el paraíso y otras novelas”, el libro catorce de Andrés Rivera, que contiene relatos de distinta data, vuelvo a encontrar “Cita”, ese cuento impecable, publicado originalmente por La rosa blindada. Era la época en que Abelardo Castillo, David Viñas, Beatriz Guido y Dalmiro Sáenz, entre otros, conformaban maneras de contar que referían, en cada caso, un estilo, eso tan difícil de conseguir. De esto, del estilo Rivera, estilo en vida y obra, quiero hablar. Me acuerdo cuando compré el libro de cuentos “Cita” en el kiosco del Lorraine. Me llamó la atención: su autor venía expulsado del PC, la escritura se recortaba del adocenamiento de las buenas intenciones y la moralina partidaria. En lo formal, especialmente, residía su ruptura y distancia de los imperativos peceístas. “Cita” es en el momento de su primera publicación un texto al margen de las tendencias en boga que conmovían al progresismo. “Aquella primera edición tuvo lugar bajo un gobierno. Ésta, en un desierto que olvidó la épica”, recordaría Rivera más tarde, en el 2002. “Rescribí “Cita” no importa en cuantas oportunidades”, diría. Ya en 1966, al referenciarse en la literatura norteamericana, “Cita”, insular, se apartaba a la vez de los paradigmas del realismo  proletario y de los reverberos del boom y, leído en la actualidad, se percibe como un ejercicio de formidable síntesis que traspasa lo arqueológico y se constituye en reivindicación de una causa y su narración. 
Después, cada nuevo libro de Rivera contuvo, además de sus obsesiones, un tono propio, cada vez más afinado. Con su prosa inconfundible, con sus constantes, su aura provenía no de una esperanza en  la eternidad utópica sino de su fe en la belleza de los riesgos del presente. Si se recapacita que estamos ante un escritor marxista,  cuyas obsesiones se clavan en la ecuación sexo-dinero-poder, es interesante entrarle a la edición de sus Cuentos escogidos por otro lado: el envase. Piénsese en el libro como mercancía. En lo que los sociólogos de la publicidad denominan “la imagen del producto”. Desde la tapa Rivera se recorta  en primer plano contra un cuadro que enmarca una manifestación obrera. La mirada de Rivera transmite entre sorna y picardía. Rivera nos observa desde el marco (no el marco histórico sino el de un cuadro de marco de madera dorada) de las luchas sociales. ¿Es desde este marco que Rivera quiere ser leído? ¿Es desde la acción que Rivera comprende la literatura, desde una acción exterior a la escritura, que puede llegar a descalificarla?
“Porque la realidad es irreproducible y la literatura miente como una puta vieja, o como una dama que escamotea sus arrugas frente al espejo. Algo, sin embargo, es cierto, aprendimos a sobrevivir. Cada uno de nosotros conoce el precio que pagó”. Este subrayado corresponde a “La paz que conquistamos”, uno de sus relatos largos. Otra vez cabe preguntarse por qué este encono con “la literatura”. ¿A qué alude cuando se equipara la literatura con la prostitución y la femineidad vetusta? ¿Es que la literatura, para Rivera, tiene algo en común con la venta de placer y lo femenino? ¿Qué se demoniza en el placer y en lo femenino?   
En los 60, los 70, se usaba: en la solapa de casi todos los libros de narrativa los autores posaban con una dureza arrogante. Los escritores de izquierda posaban de recios. Algunos de los datos biográficos que suministraban por entonces las solapas informaban desde errabundias y trabajos fuertes hasta tomas de partido. Que quedara claro: los escritores de izquierda no mentían, sus literaturas no se “prostituían” ni era “femeninas”. La escritura se legitimaba, inexorablemente, desde estos parámetros de virilidad. Parecía más importante que el autor fuera estibador que escritor. De este modo transcurría toda una literatura que se pretendía “revolucionaria”. Es decir, denunciante. Había en esto una bajada de línea vitalista que habilitaba la veracidad de lo narrado. Es que la literatura, se confiaba, no sólo reproducía la realidad: la literatura era la realidad.  El joven Viñas, en la solapa de Las buenas costumbres, su libro de cuentos del 63, cruzado de brazos, se recorta en primer plano contra una perspectiva que muestra la Plaza de Mayo llena, un cartel de la CGT y, fragmentadas, las letras que componen Perón (esa imagen de Viñas, en algún modo, anticipa la de Rivera). En esa solapa, Viñas escribía sobre las solapas como género literario: “La solapa es la prolongación de la obra y donde el autor indirectamente muestra cómo quiere ser visto. La solapa, pues, es la imagen que de sí mismo propone el autor. Sin embargo, en un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada forma, pero como si esa perspectiva fuera totalmente espontánea”. Desde sus libros, la imagen pública que Rivera vino proponiendo no está sólo cifrada en los datos biográficos: extracción proletaria, clandestinidad, y en consecuencia el militante Marcos Ribak necesita el “nombre falso” de resonancia criolla como resguardo de la identidad clandestina en peligro. Esa imagen también la construyó Rivera desde las fotos que muestran sus libros: el ceño adusto, una mirada que busca ser penetrante. Hablo de la construcción de una imagen que se extiende complementaria de una marca de escritura: la influencia reconocible de los norteamericanos: Faulkner, en primera fila (que una de sus nouvelles se titule “En el profundo sur” constituye algo más que un homenaje, una seña)  y ¿por qué no?, la herencia hard-boiled de Hammett y Chandler. En el prólogo a sus Cuentos escogidos, Guillermo Saavedra afirma: “La consagración, se sabe, suele ser una forma sinuosa del malentendido”. Pero, ¿cómo desarticular el malentendido, cómo indagar de qué manera los datos que el autor proporciona de sí, pueden ser su escritura? ¿Qué tiene que ver el autor con  la “imagen”, una “imagen” que, en tiempos de vulgata marketinera  no sólo elabora el aparato publicitario de la editorial  sobre su producto, el  libro? ¿En qué medida el autor no está orientando una lectura? La cuestión del malentendido estaría centrada no sólo en cómo leer a Rivera sino en cómo leer a Rivera a través de la imagen de sí que él mismo propone.
En “La paz que conquistamos”, cuando su amante lo llama “intelectual de mierda”, el protagonista le devuelve: “No tanto, por favor”. Después, acota: “O ni siquiera eso; apenas un glosador de reminiscencias ajenas, accidentalmente nacido en este país.” En una encuesta realizada por el Centro Editor de América Latina en 1982, Rivera declaraba: “Nací en una familia obrera, que consideró siempre a la cultura como un instrumento de emancipación”. En lo público, Rivera se muestra entonces sosteniendo dos posiciones antagónicas: 1) ya sea plantándose con un aire duro (en las fotos) que contradice lo libresco (y acá vuelvo a lo que dice su personaje: la literatura como puta vieja, el descrédito de asumirse intelectual) y 2) por otro, rescatando los libros tanto al considerarlos como instrumento de emancipación como al escribirlos. Cabe preguntarse entonces acerca de la contradicción. O, más bien, del malentendido como provocación.
Había un gesto patético de Sabato en su recelo declamatorio de la ciencia. De ese recelo al oscurantismo pseudo romántico, un paso corto. Sabato, con este gesto, consolidaba su imagen de portero del idealismo en oposición a lo material (la ciencia, la tecnología, etcétera). Este maniqueísmo espiritualista vendría a ser la antítesis de lo que Rivera proponía: lo material, el cuerpo, la experiencia, frente a aquello que es residuo de idealismo burgués (la literatura, por ejemplo). En espejo, los gestos de Sabato y Rivera son simétricos. La diferencia entre ambos reside en que, a diferencia de Sabato, Rivera, contradictorio, problematizado por la acción revolucionaria, no suspiraba por el Premio Nobel ni por los aplausos docentes, y era ya, al margen de sus actitudes y exabruptos, uno de los escritores veteranos más notables de nuestra literatura. No es su escritura, acá, lo que está en discusión. Lo que intento señalar es el doble discurso con que el Rivera consagrado envasó su escritura: el “nombre falso”, la aspereza, esas cualidades de lobo estepario que desacreditaban la literatura (porque la realidad es irreproducible) en comparación con una épica de la realidad (la militancia riesgosa, la obra social). El gesto no era, no es nuevo. Onetti (para usar un verbo borgeano:) supo “fatigarlo”. Rivera replicaba el gesto. Pero un gesto no es mucho más que un ademán. Y si lo que Rivera pretendía reivindicar como prisma para ser leído era la acción, su acción era la escritura. Afortunadamente la escritura, a pesar de su presunta autonomía, siempre se ocupa de desmitificar aquello que los autores piensan, no sólo de sus libros, sino de sí. Y Rivera perdurará no sólo como marca de estilo. También por la complejidad ideológica que un estilo implica.
A esta altura, “malentendido” mediante, sin duda, Rivera quedará como una de las voces mayores  de la literatura argentina. Decirlo otra vez, a propósito del obituario, resulta, por lo menos, una obviedad.  Se ha dicho a menudo que la suya es una voz que opera persiguiendo modulaciones en una lengua entrecortada, que con sus inflexiones busca reflejar el jadeo físico. Jadeo es otra calificación que ha salido mucho con motivo de su ritmo. Y es en este recurso expresivo, el jadeo, donde Rivera, emulando en la escritura la respiración entrecortada, suele retroceder un paso, apenas unas líneas, toma envión, machaca y redondea lo que le importa decir. En concreto: Rivera entiende la escritura desde el cuerpo de sus personajes. En este mecanismo, el retroceso y el avance inmediato, consiste también su proyecto narrativo: volver al pasado para leer el presente. Rivera lo afirma textual en Para ellos, el paraíso y otras novelas: “Hay libros que dibujan el presente, cuando hablan del pasado”. 
Su literatura se empecina subrayando en la corporalidad lo que puede haber de cómplice con el poder en el hecho de escribir. La lengua, se infiere, balbucea y revisiona el porqué de una derrota y pone en entredicho las palabras. A menudo en sus relatos hay pensamientos, relampagueos críticos, que enjuician el quehacer literario como distracción burguesa, mero jugueteo banal que no aporta al cambio histórico. En varias de sus ficciones, Rivera manifiesta esta tirantez entre acción y literatura, dilema persistente que surge, como constante,  en su escritura. Otro ejemplo: “La ficción es una mentira que se acepta”, escribe en el relato “Apuestas”. Tal, puede suponerse, su concepción de la literatura. Pero corresponde aclararlo: su ficción suele contener más verdad que cualquier historia oficial.  
En este punto es lícito recordar que en más de un debate Rivera ha planteado, terco, con sus modos de rudo pasado militante y la voz gruesa, provocador, que la literatura no modifica en nada un sistema regido por la injusticia. Más allá del discutible tremendismo de su aseveración y, a la vez, concediéndole a la literatura sus  valores propios, puede aducirse que así como a la literatura no se le puede pedir la revolución, tampoco se la puede esperar de la convicción militante. Lejos de ampliar la interpretación de su obra, este maniqueísmo, el divorcio entre la escritura y la acción, podría bloquear su lectura. Conviene, con más sensatez, definir a qué clase de literatura y de militancia alude el narrador. En sus intervenciones públicas, la actitud desconfiada acerca de su práctica como palanca de cambio subraya una coherencia si se recuerda que Rivera se comprometía en la acción de un centro comunitario en uno de los enclaves más pobres de Córdoba. Desde la visión descarnada y concreta de la mortalidad infantil, de la delincuencia inexorable de la infancia marginada, Rivera ha legitimado su ferocidad en los debates remitiendo al  Sartre que afirmó que La náusea carecía de valor frente a un chico del Tercer Mundo muerto de hambre. Desprendido de la militancia de izquierda en la que se templó, Rivera se trasladó a la gestión de un centro comunitario en Córdoba, un escenario de miseria. Allí, anclándose en el substrato más infra, narró la desigualdad social. “Escribo en el eco de un revuelta”, anota en “Datos para el olvido”, prólogo de Para ellos, el paraíso y otras novelas. Habría que marcar entonces una búsqueda individual en la que el trabajo social  se complementa en el traslado a la escritura de la violencia política, tanto en las alcobas del sistema y el autoritarismo como en las tragedias de militancia en que se formó. Una hipótesis: apartado de la militancia, al escritor no le quedaba otro ámbito que su  fusión, en un acto tolstoiano, con los humillados y ofendidos y, desde este escenario, procede su narrativa. Así, desde la miseria, un frente, quizá se debe comprender y habilitar su crispación. Estas cuestiones se suelen eludir, con frecuencia, en los acercamientos a su literatura. Sin embargo, es bueno admitir que estos cuestionamientos no son moco de pavo en una época donde las discusiones literarias suelen formularse en discursos de tendencias de la liviandad. El caso Rivera, su persistencia en la orfebrería de escritura (arrancándole la noción de “bello estilo” a la derecha, Borges como modelo) y sus contradicciones personales refieren un desgarramiento de sinceridad inusual. La literatura puede no aportar, en lo visible e inmediato, a cambios sociales, pero tampoco es un oficio gratuito. Que un escritor consagrado, pasados los setenta años, se aislara del previsible confort del integrado y propusiera estos elementos a una discusión que nunca ha sido sólo literaria, adquiere ahora un fuerte sentido político, infrecuente, que vale homenajear.

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