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domingo, 21 de septiembre de 2014

William Faulkner

por Daniel Ares
William Faulkner fue un granjero norteamericano que nació en New Albany, Mississippi, el 25 de septiembre de 1897, y que se pasó la mitad de su vida cuidando su cosecha de tabaco y sus pocos animales. La otra mitad la dedicó a descifrar el alma del hombre y a retorcer las palabras para escribir muchas de las más grandes novelas del siglo XX. En 1950, casi de rodillas, la Academia Sueca le otorgó el Nobel de Literatura y él lo agradeció con una escueta misiva en la que se disculpaba por no poder asistir a la ceremonia de entrega. Era noviembre, tiempo de cosecha.
A la cabeza de muchos, Gabriel García Márquez se cansó de confesar públicamente su admiración, su respeto y su deuda con “el maestro”. Cuando Macondo era apenas una posibilidad de la providencia, al sur de Estados Unidos ya existía Yoknapatawpha, un condado como un mundo, con seres tan increíbles como cotidianos, invictos como esclavos, altivos como caballeros, perversos, nobles, capaces de morir por amor y de vivir por odio. Un condado imaginario y concreto, “propiedad del señor William Faulkner”, granjero y escritor.
De estirpe y honor sudistas, de antepasados rebeldes y confederados, aristócrata y decadente, fue un eximio jinete y un pésimo estudiante, un bebedor profesional, un poseído. Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, caballero del sur, abjura del ejército de la Unión, pero no de pelear, y se enlista como piloto en la Real Fuerza Aérea del Canadá. Al cabo de meses de entrenamiento, alcanza el grado de teniente y más tarde es herido en Francia. De vuelta al sur, y a lo largo de treinta años, despacha su obra, “esa porción de literatura viviente”, como la llamaba.
El hijo asesino. En silencio y sin parar, sus libros comienzan a desbordarlo y parecen escribirse solos ante su propio asombro. “Ahora me doy cuenta por primera vez del maravilloso don que se me concedió solo –dirá en una carta hacia el final de su vida–, sin educación en el sentido formal, sin ni siquiera ser un literato: haber hecho las cosas que hice. No sé por qué Dios o los dioses o quienquiera que sea me eligió a mí para ser el receptáculo”.
Fue parte y proa de lo que Gertrude Stein llamará la “generación perdida”, unos cuantos escritores escupidos con desesperación por la primera posguerra, la incipiente industria del cine, y el flamante negocio del nuevo periodismo norteamericano. Contemporáneo de Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos, Faulkner terminó siendo el más oscuro y el más brillante de todos. “Si yo pudiera escribir como escribe Faulkner, no escribiría como escribo”, diría el mismísimo Hemingway ya en la cresta de su propia ola.
Pero demasiado clásico para ser moderno, demasiado nuevo para ser actual, ajeno a la baba de la moda, su tiempo le fue hostil. Sus primeros escritos, relatos cortos, crónicas, artículos, intentos, son sistemáticamente rechazados por editores y jefes de redacción. Pero igual escribe. Mientras espera de la tierra, escribe. En la siesta de un granero, escribe.
Para fines de los ‘20 empieza a publicar, pero él todavía no comprende “el maravilloso don que se le concedió”. El paternal Sherwood Anderson le consigue editor para su primera novela: La paga del soldado. Luego seránMosquitos, algunos poemas, Sartoris, y por fin en 1929 El sonido y la furia, la novela que lo rompe, su más grande obsesión, el libro que habría de escribir una vez y otra vez hasta la muerte. “El sonido es el libro que más quiero, así como una madre ama más al hijo que se hizo asesino que al que fue sacerdote”. Sin embargo, nada. El sonido y la furia pasa por su tiempo sin romperlo ni mancharlo.
Por entonces la gran crisis y una mala cosecha lo arrastran hasta Hollywood, donde se emplea como guionista de la Warner, primero, y de la Metro, después. Trabaja en Tener y no tener, la novela de Hemingway, y allí conoce a Humphrey Bogart. “Con él trabajaba mejor que con nadie. No había que escribir la escena, bastaba con hablarla un rato antes, y él después improvisaba todo. El resto del tiempo bebíamos whisky y hablábamos de las cosas que hablan los hombres".
Mientras tanto escribe, ara y, siempre, espanta a los editores. Su agente pierde peso, pelo y esperanzas. “¿Ustedes quieren que haga algo que se venda?”, pregunta un día, y ese día se sienta y escribe Santuario, y vende. Arrasa con el dinero de los norteamericanos y con los elogios de la crítica. Y nunca más lo vuelve a hacer. Satisfecho con demostrar que conocía el juego y que no le interesaba, se encierra en su granero y talla en la sombra el mármol colosal de su leyenda.
El fin del hombre. Inmensas, innovadoras, de a ratos ilegibles, se suceden Luz de agosto, Absalón! Absalón!, Los invictos, Palmeras salvajes. Yoknapatawpha ya es tierra firme. Su genio se despliega. Por todas partes brota el reconocimiento a su escritura distinta. Borges le traduce Palmeras salvajes, y Sartre levanta la voz de Europa: “El hombre de Faulkner es el gran animal divino y sin dios, perdido en su nacimiento y encarnizado en perderse, cruel, moral hasta el crimen, grande en los suplicios, grande en las humillaciones más abyectas de la carne”.
El granjero nada más escribe, sordo y ciego, llevado por su sola prosa como por una fuerza ajena. Su prestigio ya es fama y la fama lo estorba o desconcierta. Rechaza reportajes, esquiva la prensa, se esconde en su granero y escribe.
Hasta que al fin después de muchas predicciones y amenazas, el 10 de noviembre de 1949, un llamado desde Estocolmo le avisa que es Premio Nobel. Seis días después, el 16 de noviembre, Faulkner escribe al secretariado de la Academia Sueca para dejar en claro que su único deseo “es mostrar mi respeto por la Academia y el pueblo suecos”, pero sabe también “que el premio no me fue concedido a mí, sino a mi obra, una obra destinada a levantar o quizás aliviar o cuando menos entretener el corazón del hombre”. Y por fin se los dice: “Esto costó treinta años. Tengo más de cincuenta ahora, probablemente ya no queda mucho en el depósito, y pienso que lo que queda no merece gastar el premio en uno mismo, por lo que espero sepan encontrar un objetivo para el dinero cuya altura pueda equipare al propósito y significado de su origen”. Era noviembre, tiempo de cosecha.
Finalmente, su hija Jill, el Departamento de Estado y el embajador sueco en Estados Unidos lo convencen y viaja. El 10 de diciembre está en Estocolmo, sobre la gloriosa tarima, de frac. Con la voz rota por una gripe mal curada y una resaca de Jack Daniel’s, lee el discurso que garabateó en el avión y que también será inmortal.
Muchos años después su discípulo Gabriel García Márquez recibiría los mismos honores en el mismo lugar, y retomaría ese discurso allí donde su maestro se negaba a aceptar el fin del hombre. “Me niego a aceptar esto. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de estas cosas”.
Al año siguiente, en 1951, se publica su obra de teatro Réquiem para una monja, y en 1952 se estrena en París. El pozo se secaba. Para entonces ya estaba publicada Una fábula, “el libro grande”, como lo llamaba.
“Estoy trabajando en el libro grande –escribió a su amiga Joan Williams en abril de 1953–. Ahora sé que ésta puede ser mi última obra importante, ambiciosa. Habrá cosas cortas, naturalmente, pero ahora sé que estoy llegando al final, al fondo del barril. El material todavía es bueno, pero ahora sé que ya no queda mucho. Ahora un pequeño pozo emerge constantemente, y hay que filtrarlo.
El “libro grande” se publica en 1954, y allí Faulkner se pone a trabajar en la que será su última novela: Los rateros.Entre tanto, y sin parar, se suceden los homenajes, los premios y la desesperación de la prensa por capturar su imagen. “No dejaré que me fotografíen”, grita. “Me defenderé de los periodistas hasta mi última bala”, le advierte a su editor, “en otros países me condecoran y acá sólo me estorban”: “No soy un fenómeno, soy un granjero que cuenta historias”. Pero ya era tarde.
Era 1962 y ahora su gran preocupación era reunir el dinero para comprar Red Acres, una porción de tierra cerca de Oxford. “¿Me prestarías 50 mil dólares?, quiero hacer una oferta por Red Acres”, le escribe a su amigo Linton Massey el 26 de junio de 1962. Tarde.
Diez días después, el 6 de julio, en el hospital de Byhalia, Mississippi, William Faulkner se muere de un ataque al corazón, cerca de sus pocos animales y su plantación de tabaco. Sobre su tumba pidió que pusieran: “Compuso libros, y murió”.

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