Se cumplen 50 años de RAYUELA de Julio Cortázar. Iniciamos una serie de notas- entrevistas que hablan a favor y en contra.
ENTREVISTA A CESAR AIRA
"El mejor Cortázar es un mal Borges"
El escritor César Aira no sólo vapulea al autor de
"Rayuela" al dar cuenta de sus preferencias en la literatura argentina.
Le cae a Sabato, a Piglia, a Saer y a todo aquel que "pose de escritor
serio". Cuenta que todos sus libros son experimentos, habla de su
trabajo con la escritura y dice que su trío tutelar se integra con
Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini.
CARLOS ALFIERI
Poseedor de una imaginación delirante, desestructurador de modelos y
certezas narrativas, Aira se especializa en mezclar los más disímiles
materiales estéticos, en entrecruzar los más inesperados planos de
significación. Sus textos toman los atajos más disparatados, parecen
derrumbarse en el momento en que reanudan más decididamente su marcha,
pero siempre se intuyen conducidas por una especie de canon secreto.
Aira es un escritor de prodigiosa fecundidad. La prolija destrucción de
lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus métodos para
desintegrar toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El bautismo:
uno de los personajes, el vasco Mariezcurrena, a quien define como un
chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento
con la actitud intelectual y el vocabulario de un epistemólogo.
- —¿Reconoce esta manera de disolver la verosimilitud, en este caso a
través de la incongruencia entre discurso y hablante, como uno de sus
ingredientes humorísticos preferidos?
- —Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos... He
escrito novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me
reprochan: "Pero tus indios filosofan, parecen Bergson." Bien, no
importa. En el fondo todo son convenciones literarias. Pero le haría una
observación respecto de una palabra que usó: humor, o humorístico. El
humor a mí me sale un poco involuntariamente , contra mis propósitos.
- —Pues le sale con frecuencia y muy eficazmente.
- —Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me
parece peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los
jóvenes escritores les digo que traten de evitar el humor. El humor es
una de esas vetas del discurso que van a buscar un efecto. Y si no
obtienen ese efecto se abre un vacío; un vacío patético, como cuando uno
cuenta un chiste y nadie se ríe.
- —En sus textos se produce a menudo un deslizamiento paródico hacia
un supuesto discurso científico. Da la impresión de que además de un
recurso literario es de algún modo la expresión de un auténtico interés
suyo por la ciencia. ¿Es así?
- —No del todo. Creo que mis intereses, los auténticos y los
inauténticos están filtrados por la literatura. Porque el único y
definitivo interés mío ha sido la literatura. Tuve una vocación muy
definida desde muy chico y no me aparté nunca de ella. Lo que no excluye
que haya tenido, como todo el mundo, modas personales, intereses
pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por las artes
plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la
divulgación científica también. Pero ahora, en mi madurez, siento que
todo pasa y pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna
cosa. Lo que queda es la literatura.
- —En su literatura se multiplican los posibles planos de
significación. Su relato "Mil gotas", para tomar un ejemplo, parece ser
a la vez un discurso aristotélico sobre forma y materia, una
aproximación a la física cuántica, un delirio hilarante sobre la fuga de
todas las gotas de óleo que constituyen la Gioconda de Leonardo y una
reflexión sobre el verosímil literario y muchas otras cosas. ¿Qué puede
comentar al respecto?
- —Para empezar, debo decir que todos mis libros son experimentos.
Son pensados como tales, pero no se trata de experimentos hechos con la
seriedad metódica de un científico sino con la seriedad ametódica de un
sabio loco o de un niño que juega al químico y mezcla dos sustancias
para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias para ver qué
pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar. Con Mil gotas
intenté narrar, dicho muy esquemáticamente, una huida de esas gotitas
que van a todo el mundo pero atraviesan distintos niveles de
significación, de lo literal a lo alegórico, a lo simbólico, o traspasan
discursos y dan una idea de una dispersión verdaderamente
multidimensional.
En cuanto a esa simultaneidad que menciona, yo la he notado, porque debe
ser así como funciona mi imaginación. No he tratado deliberadamente que
salga así: sencillamente sale así, y me parece que está bien. Yo trato
de tener un estilo o una prosa lo más llano, simple, transparente
posible. En general nunca he hecho juegos de lenguaje, nunca he
cultivado esa sensualidad de la lengua que algunos críticos alaban tanto
en otros escritores.
- —Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante...
- —Sí, claro, y Lezama Lima... En fin, los escritores cubanos son
muy sensuales con la palabra. En mi caso no, siempre escribo una prosa
simplemente informativa, porque sino se produciría de verdad un caos.
Trato de mantener ese mínimo de cortesía con el lector. Pero mis
delirios son un poco confusos, son confusos para mí mismo y los saco sin
mucho orden, sin mucha disciplina para ver qué pasa, por lo menos trato
de mantener esa superficie por la que la lectura pueda deslizarse
tranquilamente.
- —Hablábamos antes de los sabios locos. Usted parece haber sido un
lector de cómics y amante de las películas norteamericanas de ciencia
ficción de clase B o C. ¿Le gusta jugar con ingredientes literarios de
las fuentes más disímiles?
- —Todo el tiempo. Hay un componente infantil que trato de no
perder. En realidad ese ha sido uno de los pocos aspectos de mi
literatura que se me ha reprochado y criticado seriamente, y con cierta
razón. Porque yo he tenido, en general, una crítica siempre buena, casi
he extrañado algún misil, alguna cabeza nuclear bien dirigida al centro
de mi obra. Pero no la han disparado, salvo las críticas a ese
componente no serio. Es decir, se me reprocha que vivimos tiempos muy
graves, muy difíciles, la Argentina pasa por catástrofes inauditas y yo
sigo con mis juguetes, con la fantasía y el delirio.
- —¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?
- —Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis
preocupaciones. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que
estoy haciendo. Eso viene con mi método de escritura: escribo mis
novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de
algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable,
y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque
las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una
posibilidad. Y después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo
todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio.
Me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo
por la televisión, a programas frívolos, a algunas de esas comedias
costumbristas. Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las
charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio, la gente, las
calles. De modo que entran muchas cosas, y las más raras van
directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo
que puede pasar no lo puedo calcular.
- —¿Es justo que lo consideren un escritor posmoderno?
- —Bueno, posmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las
palabras deben servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es
decir que cada cual puede definirla como quiera y usarla conmigo o con
quien quiera. Pero yo no me considero posmoderno en tanto creo haber
seguido fiel a la preceptiva modernista en la que me formé. Mi lema
sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: "Ir hacia delante y siempre
en busca de lo nuevo." Y sacrificarlo todo por lo nuevo, ¿no? Y esta
actitud no es posmoderna. Creo que el posmodernismo deshace esa línea
hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado
donde está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y
entonces procede con ellas a formular combinaciones al azar. No es lo
mío.
- — ¿Cómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges?
- —Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la
Argentina, y fue una especie de sombra paterna que ocupó la literatura
de todo el siglo XX. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los
12 o 13 años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de
Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera
de fama internacional, pero ya era un clásico argentino y salían sus
libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba Emecé.
Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los leí. No
sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe
atrapar a la juventud. Yo era jovencísimo, pero aun así sentí toda la
grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un
veneno porque nos mal acostumbra y después todo lo demás en literatura
parece no estar a su altura. Claro que, como todos los escritores en
Argentina he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una
etapa militantemente antiborgeana, en la que me pasé a la vereda de
Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura. Borges
es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de lucidez; no
se contamina con la realidad... Pero he hecho las paces con Borges y me
siento contento de ello.
- — Algunos críticos lo sitúan a usted junto a Juan José Saer y
Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último
cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre los otros dos escritores? Si
debiera proponer un terceto distinto, ¿a quiénes nombraría?
- —¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y
Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación,
otra atmósfera, otro mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a
Saer; a Piglia prácticamente no lo he leído). Piglia es un escritor
serio, un intelectual muy apreciado como profesor... en fin. A Saer sí
lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un clásico moderno argentino.
Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la
mía. Saer también es un escritor serio... pero yo he buscado otros
modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa
postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.
- —¿Si tuviera que proponer otro trío de referentes?
- —No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el
privilegio de estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres
escritores que existieron en la Argentina en estos 25 o 30 últimos
largos años: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A
los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos
distintos, como modelos de vida, modelos de actitud... A veces uno toma
un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue
actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes, los tres
han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre. Si
buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.
- —¿Le parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo XIX y la del XX o reconoce zonas de enlace?
- —Hay que reconocer que la literatura argentina del siglo XIX es
muy pobre. Lo mejor que tiene es el género gauchesco, que es nuestra
gran invención, y dentro de la literatura gauchesca está el Martín
Fierro, que es un libro del que ya no podemos opinar porque se ha puesto
un poco más allá de las opiniones, como un libro-fetiche de la
Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el siglo XX
todos los buenos escritores argentinos, que los tuvimos, buscaron ese
punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la literatura gauchesca, en
el Martín Fierro, en cambio, nunca le interesaron los románticos —José
Mármol, Esteban Echeverría—. Otros sí exploraron en ellos. Pero en fin,
no había mucho de dónde aferrarse. Después está la línea de los
escritores políticos: ellos sí encuentran en historiadores y escritores
del XIX, como Sarmiento o Mitre, puntos de engarce. Pero yo creo que la
literatura literaria argentina nació con el siglo XX, exceptuando la
gauchesca. Nació con las vanguardias, con la visita de Rubén Darío a
Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros a
quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Lugones me
pareció siempre un farsante. Hay muchos chistes sobre él, como aquel
comentario irónico de Macedonio Fernández: "Este muchacho Lugones, tan
trabajador, ¿cuándo se decidirá a darnos un libro?" (y ya había
publicado como un centenar). Recuerdo que Pizarnik me decía que había
encontrado un verso bueno en Lugones, que hablaba de una niña que salía
del mar desnuda y nombraba sus "senitos benjamines". Una vez, leyendo a
Jules Laforgue, encontré en él los famosos senitos benjamines. Por algo
dijo Oliverio Girondo: "El mejor Lugones es un mal Laforgue"
- —¿Podría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los últimos 50 años?
- —No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de
Borges-Bioy Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa
literatura más intelectual (se la ha calificado como fantástica), de
enigma policial, de tramas bien construidas, de huida de lo que llamaron
"el fárrago psicológico" y metían en él, con increíble injusticia, nada
menos que a Proust, aunque creo que después Bioy se retractó de eso.
Eso marcó mucho, de allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más
lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a Oliverio Girondo y decir
que el mejor Cortázar es un mal Borges.
- —¡Qué duro!
- —No puedo evitarlo. Bueno, y está la famosa polémica de la década
de 1920 entre los grupos de Boedo y Florida. Este último era el grupo de
los escritores de la clase alta, afrancesados o anglófilos, y Boedo
representaba la literatura de combate, que no dio buenos exponentes pero
sí constituyó una línea que tuvo también su clara descendencia. Así, en
la segunda mitad del siglo XX siguió existiendo la novela llamada
realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se
repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas
partes.
- —Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.
- —Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos
grandes: el otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, ¿no?
- —¿Con qué corriente cree que entronca su obra?
- —Mi literatura viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con
unos vigorosos afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo,
esa cosa que a Borges lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las
viejas películas expresionistas alemanas, pero casi como una aberración
intelectualmente interesante. Arlt es el escritor que sin saber nada del
expresionismo es un expresionista nato, deformador a ultranza. La
imaginación de Arlt funciona por contigüidades químicas que lo deforman
todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan y de seres que
empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos...
- —Apelo a su experiencia como responsable de su Diccionario de
autores latinoamericanos para pedirle un juicio sucinto sobre estos
escritores argentinos: José Bianco, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik,
Ernesto Sabato, Julio Cortázar.
- —A Bianco lo conocí ya viejo, bastante decadente, y presentó un libro mío, Canto castrato,
del que estoy bastante avergonzado. Hizo una presentación muy amable.
Bianco es el escritor que no escribe, una figura un poco triste. Pasó su
juventud entre la influencia de Marcel Proust y la de Henry James, que
cubre enteramente esos dos pequeños libros suyos, Las ratas y Sombras suele vestir.
- —¿Silvina Ocampo?
- —Creo que Silvina Ocampo es un genio, una de las grandes. Vivió un
poco a la sombra de su hermana Victoria por un lado y de su marido,
Bioy Casares, y Borges por el otro. Era una mujer extravagante, una
poeta no muy lograda, pero cuando escribía sus cuentos, esos cuentitos
pequeños y vitriólicos, era perfecta.
- —¿Alejandra Pizarnik?
- —Escribí un par de libros sobre ella. Uno es un estudio sobre su
poesía, salido de cuatro charlas que di en la Universidad de Buenos
Aires, y lo hice con intención un poco justiciera. Porque con Alejandra
se ha creado ese mito de la angustiada, de la sonámbula, de la pequeña
náufraga, etc., etc., y toda la crítica que se hace sobre ella cae en
ese campo metafórico, entra en el juego de ella y no le hace justicia a
su obra. Entonces, traté de tomar un poco de distancia, de escribir
fríamente sobre el procedimiento del que salía su poesía. Creí descubrir
esos deslizamientos de la subjetividad que hay en sus pequeños poemas,
que son como mecanismos perfectos, muy trabajados, y sobre todo quise
hacerle justicia al hecho de que ella era una intelectual, una gran
lectora, que tenía, claro está, problemas psicológicos, pero de allí a
hacer hincapié en ellos y presentarla como una especie de loca, al borde
de una cornisa asomada al vacío, me parece totalmente erróneo e
injusto.
- —¿Sabato y Cortázar?
- —Bueno, a Sabato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y
sorprende un poco que alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor
que tiene aristas muy risibles: esa vanidad, el malditismo... Malditismo
que no condice con su personalidad. Es un señor perfectamente racional
que juega al maldito. Así, se ve obligado a escribir constantemente en
sus textos la palabra angustia, la palabra dolor... y claro, eso no
funciona.
- —¿Y Cortázar?
- —Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para
los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los
españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los
adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él —y yo
también lo encontré en su momento— el placer de la invención. Pero con
el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos cuentos que están bien. El de
los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A
propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el
prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de
Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el
que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor
uruguayo fue anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor
genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los
zapatos. Sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente
logradas, como Casa tomada, pero son cuentos que persiguen
siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria
de Cortázar es auténticamente deplorable.
- —¿Qué aporte de las vanguardias históricas a la literatura aprecia en particular?
- —Muchos. Para empezar, uno de los rasgos básicos de las
vanguardias, que es la preeminencia del proceso de creación sobre el
resultado: ese sigue siendo mi método de trabajo. Habría que analizar
vanguardia por vanguardia. Por ejemplo, del dadaísmo no puedo sino
admirar su actitud, su gesto de ruptura, su irreverencia, eso de largar
la carcajada en medio de la Misa Solemne. Del surrealismo, mil cosas,
como el dominio de la imagen. También me interesa mucho el
constructivismo ruso, que he estudiado mucho, y Rodchenko en particular.
He prestado mucha atención a esta corriente y la he seguido con mucha
simpatía, porque pienso que con ella llegó a su culminación el
predominio del proceso creativo: el arte es un proceso infinito. Ese
momento utópico, a finales de la década de 1910, antes de que cayera el
mazazo sobre ellos, me sigue estimulando, y lo sigo uniendo a la famosa
frase de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos".
Democratizarla en serio, sacarla de esa cápsula de calidad, de lo bueno,
de lo bien hecho, de lo hecho solamente por el que haya nacido con el
don para hacerlo. Por eso me gusta, por ejemplo, John Cage, un músico
que no era músico, que tenía dos tapones de madera en los oídos, y sin
embargo hacía música, inventaba el modo de hacerla.
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