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miércoles, 14 de marzo de 2012

DOKTOR FAUSTUS

Literatura / La madurez de un novelista

Thomas Mann: antes del final

La reedición simultánea de Confesiones del estafador Félix Krull y de Doktor Faustus (Edhasa), las dos novelas tardías del escritor alemán, permite revisar las características y el estilo de sus últimas obras
Por Pablo Gianera  /revista ADN)
 
 
Suele leerse en diversos estudios críticos y aun pedagógicos que Thomas Mann se despidió literariamente del mundo con una sonrisa, como si hubiera decidido que su ciclo de sinfonías (cada novela una sinfonía) quedara coronado por un scherzo ligero. La idea se refiere a Confesiones del estafador Félix Krull , la última novela de Mann y una clausura en principio -pero sólo en principio- desconcertante a la luz de la irónica gravedad que dominaba su obra anterior. Nadie se despide del mundo con una sonrisa, y menos si la despedida ocurre pocos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, una guerra que implicó el exilio del autor alemán y el aniquilamiento bélico del país al que su poética estuvo siempre firmemente unida. Y además, después de todo, ninguno de sus dioses personales, ni Goethe, ni Richard Wagner ni Tolstoi, saludó al pie de la tumba con tono de comedia. Por otra parte, Mann no tenía nada de figura de fin de siècle . La modernidad no es una cuestión de grados, pero en cierto modo él era más moderno, que es lo mismo que decir que empezaba quizás a dejar de serlo.
Krull se publicó en 1954, un año antes de la muerte de Mann. Fue entonces, como se dijo, su última novela. Pero antes estuvo Doktor Faustus , otro de los monumentos narrativos de Mann, en línea con Los Buddenbrook , La montaña mágica , José y sus hermanos y, posteriormente, la propia Félix Krull . Si su Fausto admite ser leído como testamento poético, Krull puede concebirse entonces como una colosal enmienda -una corrección ágil, cortés, aunque asimismo cínica- a ese documento (la palabra no es azarosa) precedente. Allí, en Doktor Faustus , Mann adoptó, sí, la gravedad que demandan las cosas últimas e intentó hermanar su novela con el Fausto goetheano y, especialmente, el Parsifal wagneriano. También en este Fausto contemporáneo hay renuncia: Adrian Leverkühn, su protagonista, debe resignar la posibilidad del amor para consumar su obra al margen de lo humano.

El diablo en el alma

"Necesito intimidad musical y detalles característicos y sólo por intermedio de un conocedor tan sorprendente como usted puedo conseguirlos", le confiaba Mann en 1943 al filósofo Theodor W. Adorno. Los dos estaban exiliados en Los Ángeles. La influencia de Adorno resultaría finalmente decisiva en la escritura de Doktor Faustus , sobre todo en los pasajes dedicados al estilo tardío de Beethoven, a la Sonata opus 111 , y particularmente a la técnica de composición de Adrian, descripta en el capítulo XXII y que glosa casi punto por punto el dodecafonismo de Arnold Schönberg.
En mayor o menor medida, todas las novelas de largo aliento de Mann -de Los Buddenbrook a Krull - tuvieron la música como horizonte constructivo. No olvidemos, al pasar, su confesión en una carta de 1920: "Wagner sigue siendo el artista que mejor comprendo y a cuya sombra vivo". Va todavía más lejos en otra carta a Adorno: "? siempre he podido hacer música literaria, siempre me he sentido un poco músico, he transferido la técnica del tejido musical a la novela?". Pero Doktor Faustus constituye un caso aparte; hacía falta allí auxilio externo. Es realmente su "novela musical". Esto no sólo porque Adrian es un compositor y porque la mayoría de las discusiones teóricas de la novela son específicamente musicales sino, sobre todo, porque la música es allí una metáfora mayor para comprender, desde una perspectiva estética, el mundo contemporáneo.
Doktor Faustus tiene por lo menos dos puntos en común con Félix Krull : ambas son biografías y ambas, también, pertenecen a la novela de formación, la Bildungsroman, ese género inagurado, por lo menos para la historia de la literatura, por Wilhelm Meister de Goethe. En estas semejanzas, sin embargo, residen también sus diferencias: Krull y Leverkühn son, cada uno a su modo, artistas, pero las consecuencias de su arte no tienen el mismo alcance; esto sin contar que el mundo de Adrian es muy preciso (nació en 1885, curiosamente el mismo año que Alban Berg, discípulo de Schönberg), mientras que el mundo de Krull es más bien fantasmagórico. Por lo demás, la graciosa autobiografía de Krull habría resultado intolerable para contar la vida de Leverkühn. Tanto parecía perturbar a Mann este personaje que ni siquiera se atrevió a confundirse, como autor, con el narrador: tuvo que convertir la instancia misma de la narración en personaje y hacer del libro las confesiones de un tercero: "La vida del compositor alemán Adrian Leverkühn narrada por un amigo". Ese amigo -doble amigo, del personaje y del autor, especie entonces de doble agente- se llama Serenus Zeitblom. El propio Mann explica esta singularidad en un libro posterior, El origen del Doktor Faustus. Novela de una novela: "Al introducir el narrador obtuve ante todo la posibilidad de desarrollar el relato en dos planos cronológicos y de entrelazar polifónicamente las experiencias que vive el escritor mientras escribe con las que él mismo narra, de manera que el temblor de su mano se explica ambiguamente, pero también de manera unívoca, por las vibraciones de los lejanos estallidos de las bombas y por los horrores de la propia intimidad".
De un modo que todavía puede resultar perturbador, Mann anuda los destinos de la nación y la música alemanas en una misma figura, cuya silueta está calcada de las del filósofo Friedrich Nietzsche y de otro compositor, Hugo Wolf. Que la música que Adrian compone merced a su pacto diabólico, ejemplo de frialdad y ausencia de pathos, se identifique con la de Schönberg es una singularidad que no ha dejado de discutirse desde entonces. Baste decir que, a instancias del propio Schönberg, Mann se vio obligado a introducir una nota final en la que reconocía la propiedad intelectual de la técnica de composición de su personaje.

  • "No hay nada más fácil que manejar un ascensor"
La frase es una observación de Félix Krull cuando empieza a trabajar de ascensorista en el hotel Saint-James and Albany de París, pero podría generalizarse: nada más fácil para el pícaro Krull que operar las palancas y los botones que regulan el movimiento social. Él es, casi literalmente, un social climber y una especie de parvenu invertido; posee la distinción, pero le falta el dinero, tras la ruina de la empresa vitivinícola que su jocundo padre tenía en los viñedos del Rin. Es alguien, por fin, que se define "tallado en madera fina", a quien Mann convierte en una parodia del individuo favorecido por los dioses. Confesiones del estafador Félix Krull se publica ahora en una nueva traducción de Isabel García Adánez. La versión no sale mal parada si se la compara con la de Alberto Luis Bixio que apareció en Sudamericana hacia 1956: es difícil alcanzar la ironía y la perfecta impostación de estilo que logró Bixio, pero García Adánez compensa ese déficit con una fluidez mayor.
En cualquier caso, ese scherzo de aire liviano (¡qué limpiamente se respira en estas quinientas páginas!) no estaba destinado a ser el final: Félix Krull lleva la aclaración "primera parte". Nunca existió la segunda, y el conjunto persiste como un torso colosal. Sabemos que el protagonista escribe desde la cárcel, pero nunca lo vemos hundirse: su imagen última es la del refinado libertino que -sustituyendo al marqués de Venosta en un viaje por el mundo que debía traerlo también a Buenos Aires- goza en Portugal de los rotundos pechos ibéricos de la madre de la joven a la que quiso seducir. Los primeros borradores de la novela se remontan a 1911; por lo tanto, Krull es una novela de dos épocas, de dos mundos, que acompañó al autor durante buena parte de su vida, como el Fausto a Goethe. Por eso podría proponerse, sin exagerar, que, más que la novela de Adrian Leverkühn, el Fausto de Mann fue su Krull. Y en todo caso su inconclusión, condición que lo alejaría del modelo goetheano, es otra prueba de su aguda modernidad. Sobre este punto, hay una significativa carta de Adorno a Mann fechada en 1952:

  • Por el amor de Dios, no se deje deprimir a causa de las dificultades en el Krull. Tales escollos son precisamente la rúbrica de una concepción fructífera, pues una obra de arte interviene de modo verdadero en su material recién en el instante en que se ocupa de las contradicciones de éste, y cuando estas contradicciones se convierten necesariamente en las de la creación. [.] Y no me es posible ver algo alarmante en el hecho de que el concepto hoy se haya alejado mucho de lo mágico que usted escribió hace cuarenta años. Así sucede con todas las grandes concepciones que acompañan a su autor a lo largo de una vida y, por eso, en todas éstas siempre hay, desde el punto de vista de la estética clasicista, algo de fragmentario.
Adorno advierte, aun antes tal vez que el propio Mann, que Krull quedará abierto, inacabado. En más de un sentido, estas Confesiones. no se alejan demasiado de la reflexión sobre el arte que dominaba las novelas, nouvelles y cuentos anteriores de Mann. Félix Krull es a su modo un actor y, por lo tanto, un artista, alguien que trabaja con apariencias. En una sutileza dialéctica de Mann, el Félix niño se creía un príncipe, es decir un individuo superior al resto, pero con una superioridad derivada de una imaginación vedada a los amigos de su edad: precisamente la de ser un príncipe. A pesar de su particular pericia para la adaptación social ("Quien ama verdaderamente el mundo se moldea a sí mismo para gustarle"), Félix no deja de ser un solitario (como Adrian, y asimismo como el Aschen-
bach de La muerte en Venecia), un auténtico outsider. "Pero así es la gente. Sí valoran el talento, que de por sí es algo raro. Pero las demás rarezas que luego van unidas a ello (y tal vez es inevitable que sea así), de ésas no quieren saber nada y les niegan toda comprensión", le explica a Félix su padrino Schimmelpreester.
El talento del artista Krull corresponde al inabarcable del engaño, al de la insondable simulación, cuyo colmo alcanza, todavía en sus épocas de ascensorista con el nombre falso de Armand, en la relación con la rica escritora Diane Philibert, complacida en que la posea sexualmente un hombre de una clase inferior. Las fantasías postizas de la escritora se encuentran con la picardía del gran simulador: en el clímax amoroso él le confiesa que días antes le hurtó un cofre con alhajas. La confesión de la culpa enciende aun más la pasión de Diane, que lo insta, en una pantomima de opereta, a que vuelva a robarle joyas mientras ella se hace la dormida. De algún modo, Félix vive disfrazado (de ascensorista, de enfermo, de aristócrata, de ladrón, de gigoló), y esta perennidad de las formas de la apariencia vuelve indistintos los disfraces, en la medida en que la realidad sin disfraz sencillamente no existe.
Esta vida en el mundo de las apariencias, toda una idea -que era asimismo la de Mann- del arte como farsa superior, es quizá la causa, si se considera su situación desde el revés de la trama, por la que Félix se rinde de admiración ante los payasos y trapecistas:
¡Qué seres, los artistas! ¿Son humanos acaso? Los payasos, por ejemplo, esos seres que existen para hacer reír. con su lenguaje sin sentido y sus graciosos equilibrios para andar sobre las manos. [.] ¿Son los payasos, como decía, personas, hombres a los que uno de algún modo puede imaginar integrados en el mundo natural y burgués? En mi opinión, afirmar que "también son personas", con los afectos normales en éstas y si cabe con mujer e hijos, es puro sentimentalismo. Yo les rindo honores, los defiendo contra el mal gusto humano cuando digo que no, que no son personas, que son monstruos de la risa, brillantes monjes de la desproporción que no pertenecen a este mundo, duendes híbridos de ser humano y del arte más enloquecido.
Krull puede permitirse lo que le está prohibido al trapecista: la posesión de virtudes aparentes. Pero, también payaso a su modo, tampoco él, como Leverkühn, pertenece enteramente a lo humano: ambos son, por déficit o por exceso, inhumanos.
"Ya sea el hechicero o el hechizado, al mismo tiempo uno sabe y es engañado. Pero quiere ser el engañado". A esta afirmación de Mann responde Adorno en los "Paralipómenos" a su Teoría estética que, desde el punto de vista de la falsedad de lo verdadero, todo arte participa del humor, "tanto más la tenebrosa modernidad." Nunca como en Félix Krull estuvo Thomas Mann más cerca de sus parientes espirituales Franz Kafka y Samuel Beckett

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